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Innovar

La población mundial crece y aunque la desigualdad entre países ha venido disminuyendo en los últimos decenios mientras aumenta la interna tanto en los países desarrollados como en los emergentes sigue siendo lo suficientemente elevada como para justificar los importantes movimientos migratorios que subsisten. Ya se sabe: si las economías no convergen, son los ciudadanos los que cambian de aires.

Hay economías, como la China y, en menor medida, la India, que sí están confluyendo con las avanzadas, bajo el paraguas genérico de la globalización. Nos guste o no, ese fenómeno es imparable y, a la vez preocupa, cada vez más, a aquellos que ven cómo sus puestos de trabajo desaparecen porque lo que producían antes ahora se hace, mucho más barato, en otros lugares, lo que, a su vez, ejerce una fuerte presión a la baja sobre los salarios de quienes aportan escaso valor añadido.

Además, en los países desarrollados la población envejece. La evolución demográfica y el cambio climático están generando problemas crecientes que afectan, cada vez más, a la calidad de vida. Mantener el Estado de bienestar es muy caro; por ello son muchos los que se preguntan, ¿qué podemos hacer? ¿Existe solución?

El único remedio conocido es mejorar la productividad, lo que a su vez está vinculado a la capacidad social de innovar, en el sentido más amplio del término: en productos y servicios, en organización, en marketing. ¿Existe mejor alternativa para las empresas, para las personas, incluso para las instituciones, que subirse al cambio permanente? ¿Se puede vivir hoy sin innovar? La respuesta es que, de momento, se puede sobrevivir; o sea, con muy poco futuro y, por tanto se podrá vivir, pero mucho peor que innovando. Por definición, la innovación es futuro.

Sin pretender menospreciar lo más mínimo la investigación, puesto que es esencial, uno de los problemas a los que nos enfrentamos cuando se plantea cómo abordar políticas orientadas a potenciar la innovación, es, precisamente, la confusión entre investigación e innovación. La investigación tiene un "método": el científico, y lo que persigue es generar conocimiento. La innovación no tiene "método", es una actitud, una pasión por hacer cosas nuevas en todos los ámbitos. La innovación utiliza el conocimiento existente para convertirlo en valor, fundamentalmente en valor económico, aunque no solo. No podrá existir innovación sin investigación, pero no toda investigación se convierte en innovación. La gran diferencia se encuentra en los incentivos que mueven a unos y otros. Un investigador persigue el conocimiento y, a través del éxito de sus hallazgos, el reconocimiento de la comunidad científica. Un innovador, partiendo de los conocimientos existentes, busca generar valor; ser capaz de ganar una cuota de mercado lo más amplia posible a través de un nuevo producto o servicio, o mediante una nueva organización de su producción.

No todas las innovaciones tienen una base tecnológica, aunque estas sean muy importantes. Puede, por tanto, haber innovaciones de muy distinta naturaleza, lo que hará que tengan mayor o menor impacto, pero todas, si son auténticas innovaciones algo realmente nuevo tendrán capacidad de abrirse un hueco en el mercado. No existen, pues, excusas: innovar es, básicamente, una actitud frente a la vida.

Podríamos decir que, en España, comparativamente hablando, sufrimos una especie de epidemia apática frente a la innovación, lo que, muy probablemente, tiene raíces en nuestra historia, en nuestra cultura y en la preponderancia de una visión judeo-católica de la vida. Hasta el inicio de la crisis financiera internacional y la explosión de la burbuja inmobiliaria, algo habíamos empezado a mejorar, aunque todavía no lo suficiente. Partimos de una posición de clara desventaja, pero ello no impide, en modo alguno, que no podamos superar ese punto de partida si, como es deseable, ponemos en marcha todo el potencial que puede derivarse del conocimiento existente.

Desde luego, es una labor de todos, pero al igual que en otros ámbitos sociales, no todos tenemos el mismo grado de responsabilidad para que se creen las condiciones propicias para un significativo cambio de rumbo. Las instituciones públicas tienen por delante un reto: generar un entorno adecuado. La innovación tiene importantes costes y riesgos; por tanto, para que alguien esté dispuesto a asumirlos es necesario que el potencial innovador tenga la seguridad de que podrá rentabilizar sus esfuerzos y para ello es imprescindible que exista una regulación adecuada, sencilla y transparente, que garantice una auténtica competencia. Las leyes no pueden proteger a los ya instalados, porque, como tendencia natural, estos pretenderán evitar nuevos competidores. La economía de mercado es la mejor forma de organización social, siempre que el mercado sea realmente competitivo y los supervisores sean capaces de corregir los fallos de mercado que se originan. Necesitamos, pues, instituciones sólidas, eficaces y eficientes.

Además, y puesto que partimos de un problema cultural, hay mucho que cambiar en el ámbito de la educación, desde los primeros estadios de la misma hasta los estudios de post grado. La dimensión del efecto que produce la educación sobre la capacidad de innovar es gigantesca.

Lamentablemente no tenemos un sistema que, desde la educación infantil y primaria, nos prepare para pensar y resolver problemas; más bien está enfocado a memorizar conocimientos existentes. Y qué decir de nuestras universidades: más que centros de creación de conocimiento, parecen rígidas estructuras funcionariales, donde los profesores, si así lo desean, pueden disfrutar de un cómodo puesto de trabajo; afortunadamente no todos abusan de esa posibilidad, pero hay que resaltar que no existen los incentivos adecuados para premiar la excelencia, ni castigos de tipo alguno para quienes se limitan a vegetar. España se caracteriza por la ausencia de un estilo académico emprendedor. Necesitamos un sistema educativo superior que sea capaz de atraer talento, tanto entre estudiantes como entre profesores, que, además, tengan incentivos para incorporarse posteriormente al mundo empresarial.

Debemos cambiar nuestras prioridades e invertir más en capital humano. El Estado de bienestar tiene un alto coste que solamente nos podremos permitir en la medida en que seamos capaces de ser más productivos, más competitivos, y para ello es indispensable innovar.

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