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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

La culpa sí es del sistema

Afirmaba lo contrario Antonio Papell en su artículo del pasado martes, ratificándose en su defensa a ultranza del sistema; de forma más matizada que en 2010 cuando, a propósito del 15M, mantenía que lo que debían hacer los indignados descontentos con el funcionamiento de los partidos era entrar en los mismos y cambiarlos desde dentro. Una aclaración previa, para soslayar inconvenientes semánticos: independientemente de los cambios constitucionales que creo imprescindibles, los relativos al sistema electoral, al Senado, a la regulación del referéndum, a la preferencia del varón en la sucesión a la jefatura del Estado, a la responsabilidad del mismo, al capítulo VIII referido a las autonomías, lo que entiendo como el sistema y que condiciona el funcionamiento de todo lo demás, es el sistema de representación y sus resultados (la clase política). Como decía Ortega en La rebelión de las masas, "la salud de las democracias, cualquiera que sea su tipo y su grado, depende de un mísero detalle técnico: el procedimiento electoral. Todo lo demás es secundario. Si el régimen de comicios es acertado, si se ajusta a la realidad, todo va bien; si no, aunque el resto marche óptimamente, todo va mal". Si el sistema de representación falla, todo el constructo constitucional se cae como un castillo de naipes.

Sostiene Papell que muchos ciudadanos, con su sabia intuición, han llegado a la conclusión de que lo que falla no es el sistema, sino sus gestores, la clase política. Que el sistema político de 1978 y sus normas (entre ellas la ley electoral) necesita una actualización, pero que el corpus normativo funciona perfectamente. Está de acuerdo en que hay que superar la partitocracia, pero para ello opina que no es necesario cambiar el sistema político (entiendo que no es necesario cambiar los artículos de la Constitución: 68.2 que define a la provincia como circunscripción electoral y 68.3 que condiciona que la elección atenderá a criterios de representación proporcional) puesto que "ha bastado con la voluntad de algunos responsables políticos para que ciertas organizaciones partidarias nuevas y viejas estén emprendiendo este camino". También alude al sometimiento de diversas instituciones a la disciplina de los partidos: Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas, RTVE, etc., sin especificar cuál sería el procedimiento para evitarlo. Se olvida del sometimiento a los partidos del principal órgano de representación de los ciudadanos, el Congreso de los Diputados, que debería ser independiente del poder ejecutivo para poder controlarlo y para su función legislativa. Si el diputado se debe a la cúpula partidaria que le ha colocado en la lista y no al ciudadano que la ha votado, no votará en función de su conciencia o en función de sus representados, sino de la señal hecha por su jefe parlamentario con los dedos de su mano, sí, no, abstención. Un dedo, dos dedos, tres dedos. No existe lo que debe caracterizar a una democracia: la división de poderes. No es que Montesquieu haya muerto, es que lo han matado. No es cierto que, según el artículo 1.3 de la Constitución, la forma política del Estado español sea la monarquía parlamentaria, sino, en la realidad de su funcionamiento, una Monarquía gubernativa, con un parlamento a las órdenes del gobierno.

Continúa Papell afirmando que no es el sistema el que falla sino los políticos, su compromiso con los valores democráticos, su sentido de la responsabilidad, su magnanimidad. Por lo tanto lo que hay que hacer es establecer más mecanismos de control. Estoy en desacuerdo. Todos los mecanismos de control que se han creado hasta la fecha han quedado contaminados por el sectarismo y el clientelismo partidario. Lo que propone es más burocracia. La burocracia no ha servido más que para engordar los impuestos que tenemos que pagar para mantenerla y para colocar con altísimos sueldos a afiliados de los partidos y a sus familiares, como ha sido el caso del Tribunal de Cuentas; una corrupción desaforada de la que ya nunca podremos librarnos.

Cuando fallan la magnanimidad, el compromiso y la responsabilidad de los políticos, el remedio no es poner más mecanismos de control. Estos defectos no son propios ni exclusivos de los españoles. Y hay que dar por supuesto que en toda actividad humana, más aún en una que da acceso al poder y a sus derivadas teratológicas, como el dinero de la corrupción, todos estas fallas de la conducta humana van a darse. Para limitarlas han existido tradicionalmente dos terapias: la continental, inspirada en los controles burocráticos o la anglosajona, basada en una estricta separación de poderes; la delegación de la selección de los cargos políticos en los partidos políticos (listas electorales) o la asunción directa de la selección por los ciudadanos (a través de primarias y/o circunscripción uninominal). Ni falta que hace especular sobre cuál de las dos ha sido más exitosa.

Se lamentaba Felipe González hace pocos días de que estábamos abocados a una situación política similar a la de la república de Italia. No especificaba en qué momento, pero conjeturo que hacía referencia al período de posguerra hasta la llegada de Berlusconi. He sobreentendido que hacía referencia a la inestabilidad política, al gobierno por año. Y hacía referencia a que aquí no había italianos. Interpreto que quería decir que una situación de multipartidismo producido por el sistema electoral proporcional, bloqueado, podía ser gestionado si existía una clase política como la italiana, capaz de hacerlo (con la corrupción de Tangentópolis, el poder de la mafia y de la camorra), que en España no era el caso. Puestos así, González, antes que cambiar el sistema de representación, que cuestionaría su propio legado, arrostraría la Grosse Koalition con el PP o el caos de la inestabilidad que ya invoca Rajoy.

Soy partidario de la estabilidad, la alternancia y el bipartidismo, pero de los que surgen del voto directo de los ciudadanos, el mayoritario tan denostado por las burocracias partidarias winner take all o el sistema francés de circunscripciones únicas a dos vueltas, con sus defectos. El sistema mixto alemán, la última línea de defensa del poder tutelar, no es mixto como se pretende, sino de representación proporcional personalizada (de 1949, condicionado por EE UU, por su pasado nacionalsocialista. Alemania no fue totalmente soberana hasta el 5 de mayo de 1955) . En España el poder tradicional siempre ha mantenido que los españoles somos ontológicamente ingobernables. Esto justificaría las tutelas, sea por medio de una dictadura, un sistema autoritario como el de la Restauración, o el de las cúpulas partidarias con sus listas cerradas y bloqueadas. Lo que sí es cierto es que fue histórica y despóticamente gobernado por el poder de unas minorías dirigentes que, con la ayuda de una Iglesia tridentina, aislaron al país de las corrientes liberales europeas, especialmente de la Ilustración. Si la culpa no es del sistema, ¿somos culpables los que lo sufrimos?

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