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El cerebro humano, según Koestler

Es falso oponer, como si de dos campos ajenos se tratase, la cultura con la barbarie. El asunto no puede plantearse de un modo tan maniqueo. No son dos ejércitos que se enfrentan. Releyendo un breve aunque intenso libro en el que conversan Antoine Spire y George Steiner, titulado La barbarie de la ignorancia, sale a colación el viejo tema del exterminio judío. Spire le pregunta a Steiner: ¿Cómo es posible que uno de los países más cultos del mundo, en este caso Alemania, haya dado a luz lo peor? ¿Por qué la cultura no impidió nada? Sin duda, son preguntas que sólo puede formularlas un humanista ingenuo, y que de vez en cuando nos la formulamos cuando cae la tarde y todo es hermoso, pero un pellizco de malestar nos sacude la conciencia y la tarde, entonces, comienza a poblarse de agujeros negros. Luego, supimos que esos mismos sujetos que eran capaces de interpretar a Beethoven o a Schubert de forma impecable, eran los mismos que cumplían con su trabajo de funcionarios de la muerte. Y todo ello sin que el rostro sufriese el más mínimo temblor o cambio. Cuando la alta cultura coquetea con la degeneración moral. Una cosa no quitaba la otra.

Los yihadistas hablan de amor y paz universales, pero para alcanzar tal estado de beatitud parece necesario cargarse, bien degollando, bien con un tiro en la cabeza algún que otro infiel o ateo subversivo. Si se trata de limpiar, ya sabemos cómo se las gastan los higienistas. Pero el asunto es más grave y peliagudo. No es que la cultura occidental, con todos sus refinamientos y sus admirables sofisticaciones, fuese incapaz de evitar el desastre o la matanza. Pobrecita. Es que fue ella, la llamada cultura, la que colaboró de forma muy activa a la gran degollina. Luego, nos hemos enterado de que la cultura no es pura ni se enfrenta a un ejército de bárbaros, sino que la barbarie y la pulsión de destrucción habita en el centro de la cultura, en sus sótanos, si se quiere, aunque a menudo, muy a menudo, sube a la superficie y nos llevamos las manos a la cabeza cuando comprobamos que el asesino, el que ha alentado la matanza no es ningún cafre, sino un señor circunspecto y muy leído que ha sido capaz de interpretar, hasta hacernos temblar de emoción, una fuga de Bach o cantar con voz de castratti angelical hasta hacernos llorar. No es nada raro encontrarse con seres muy cultivados y de un refinamiento digno de encomio que son capaces de desarrollar un discurso altamente cruel y genocida.

Arthur Koestler sostenía que el cerebro humano estaba dividido en dos mitades. En una de ellas, la más pequeña e insignificante en cuanto a dimensiones, reside la ética y la razón, digamos, la parte noble. Sin embargo, es la segunda zona, mucho más espaciosa y oscura, la que reúne los aspectos más temibles del ser humano: la parte irracional y miedosa, la más animal y territorial y la que, en definitiva, alberga los impulsos asesinos y los instintos más bajos y peligrosos. Para tranquilizarnos, llamemos a Koestler pesimista o catastrofista. De nada servirá. La historia es un reguero de atrocidades, y el presente no le anda para nada a la zaga en cuanto a brutalidades. Seguimos preguntándonos, desde nuestra confortabilidad occidental, por qué hay tantos jóvenes europeos que continúan engrosando las listas de la causa yihadista. Y las respuestas pueden ser varias. A bote pronto, podríamos arriesgar lo siguiente: que están hartos de no ser nadie, de vivir sin ilusiones, adormilados de tedio, aburridos de sí mismos, alimentando un agudo resentimiento por el hecho de habitar en los márgenes de la sociedad, sintiéndose inútiles y asqueados. Porque están desesperados. Por deseos de venganza. Todo este odio larvado toma forma en el alistamiento. Al fin, alguien les promete grandezas. Por fin tienen una misión en la vida. Una misión grandiosa. Del anonimato gris al heroísmo. Casi nada. Sin duda, puede haber más motivos. Pero no estaría de más tener presente estas motivaciones. Muchos de ellos han estudiado en liceos franceses en los que se les han enseñado las virtudes de la tolerancia y los valores éticos de la República. Muchos de ellos, son jóvenes que han tenido contacto con la cultura occidental. De ahí que el giro radical hacia lo medieval nos sorprenda, aunque cada vez menos. Quieren absolutos, cosa que la sociedad occidental no puede ofrecerles. Entre el nada que perder y el todo por ganar, optan por quienes les venden verdades como puños, sin matices.

El enemigo no está en otro lado, sino entre nosotros.

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