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Luis Sánchez Merlo

Furgón de imputados

En los tiempos ya lejanos en que "Balta" Garzón reinaba en el 5 y salía casi todos los días en la tele, un amigo de Santander me contaba que cuando iba a viajar a Madrid y tenía que decidir si traía abrigo o venía a cuerpo, le bastaba con poner el telediario para ver cómo se había vestido esa mañana el juez estrella. Y con eso ya se aviaba.

A la espera de que la bronca municipal permita avanzar en el proyecto de "excepcional interés público" para la ampliación de la Audiencia Nacional que contempla la construcción de una sala de vistas subterránea en la plaza Villa de París de Madrid Prim 12, es la dirección de una de las sedes por donde entran y salen los furgones de la Guardia Civil que transportan reos de graves de delitos cuya competencia recae en ese tribunal. La Audiencia Nacional (AN), nacida el mismo día en que se suprimía el "Tribunal de Orden Público" que, tras haber asumido algunas de las funciones del Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, se ocupaba de los delitos políticos en el franquismo se ha convertido, con el paso de los años, en auténtica protagonista de la actualidad del país ofertando un desfile diario de la flor y nata de la delincuencia y el crimen organizado.

La AN surgió de la necesidad de contar con un tribunal independiente, capaz de juzgar los crímenes terroristas fuera de la presión política y social que ejercía ETA, algo imposible si los juicios se celebraban en el País Vasco o Navarra. Pero a medida que se fue extendiendo la metástasis, también creció el número de jueces y sedes, hasta llegar a este fenómeno extraordinario de Prim 12.

Entre sus vetustas instalaciones, el edificio de Prim 12 propiedad del Consorcio de Compensación de Seguros donde nuestra protagonista comparte escalera con el Patrimonio Olivarero Comunal es particularmente inadecuado. En su insensata fachada, ondea una bandera de España descolorida, bajo la que el policía de servicio mata las horas fumando y se aburre con encogida dignidad junto a los cubos de la basura que se apelotonan a la entrada del aparcamiento.

Frente a él, detrás de las vallas metálicas amarillas, se empotra a diario una pléyade de camarógrafos e informadores de micrófono y peine que aguardan espartanamente, a veces durante horas, a que alguien entre o salga del edificio. Sus caras, macilentas y tristes, reflejan el cansancio de las largas esperas. Y es que pasan allí de guardia desde que despunta el sol hasta el ocaso y más allá. Algún día, cuando son muchos, un asiduo del barrio suele acercarse y preguntar:

-Perdone, joven, ¿quién torea hoy?

Sostiene que esa pregunta es mejor hacerla a uno de los cámaras, quienes suelen responder con laconismo recio y militar: "el Bárcenas", "el Lapuerta", "el segundo de los Puyoles", sin dar mayores explicaciones; porque si te descuidas y apuntas a alguno de los redactores de micrófono y peine, te arriesgas a que te tomen del brazo y te utilicen sobre todo los más jóvenes para ensayar la crónica que va a dar luego en directo y que ya tienen medio memorizada. Vamos, que te apresan allí y te hacen un análisis apresurado (o no) de los efectos de la corrupción en los barómetros del CIS y en la sociedad española, cuya clase media se está viendo gravemente afectada por... etc.

Otra fauna peculiar que ha anidado en la puerta de Prim 12, es la de los voceones. No se trata de los dignos abuelitos con pancartas y llamativas camisetas o impermeables según la estación víctimas de los ladrones de las preferentes; esos son buena gente. Son los voceones de plantilla, profesionales del alarido indiscriminado, gentes de voz potentísima sobre todo ellas propensión al ripio pareado y tendencia al chillar por sílabas, que antes se avecindaban cerca de la Audiencia Nacional, junto a la calle de Génova.

Destaca una, ya de cierta edad, que cada vez que alguien sea quien sea mientras no lleve uniforme, entra o sale del edificio, profiere desgañitada cual ménade en ignición:

"¡A, se, sino! ¡A, se, sino!".

Nunca pasa nada porque todo el mundo la conoce, pero un querido amigo vio cómo cierto señor calvo de aspecto por completo inofensivo, que salía del edificio con unas carpetas bajo el brazo, dio un respingo cuando la oyó y, completamente enrojecido, se volvió hacia ella:

"¡Señora! ¡Que yo soy secretario judicial!".

La otra dudó un instante pero pronto reaccionó de manera inolvidable:

"¡Es igual! ¡Algo habrás hecho! ¡A, se, sino!".

Pero donde realmente aflora la decadencia es en ese acceso de los furgones desde la calle al garaje unos días plagados de presos yihadistas, otros de financieros que reinaron en aquellas cajas de ahorros y otros de terroristas repescados a la espera de juicio. Porque la entrada es muy estrecha para el tamaño de los vehículos y cada día hay que apostar con desazón a la conjetura de si acertará a pasar el vehículo con los imputados.

Es el paradigma de un país de puertas estrechas, que confina la idoneidad pero idolatra las apuestas. Porque esa calle no es la adecuada, ni tampoco lo es el angosto acceso al garaje de este tribunal que ofrece el blanco de su fachada acristalada como si se tratase de un comercio de ultramarinos. Porque el día menos pensado el furgón no va a poder pasar y, una vez más, la anécdota se volverá a zampar a la categoría. Y hasta es posible que ese choque sirva, incluso, para abrir el telediario, engullendo las medidas que fiscales y magistrados adopten sobre los maleantes.

El pronto traslado de Prim 12 a la prestigiosa plaza de la Villa de París antigua huerta del convento de las Salesas también permitirá a los magistrados acceder desde el edificio principal hasta las nuevas dependencias, sin necesidad de salir a la calle, lo cual añade el contrapunto de que los jueces ya no "harán la acera", como ahora, privando a mi amigo de Santander de tan valioso termómetro para sus desplazamientos a Madrid.

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