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Antonio Papell

El papel de los nuevos partidos

El 22 de marzo pasado, tras conocerse los resultados de las elecciones andaluzas que otorgaban a Ciudadanos nueve valiosos escaños del parlamento andaluz, Albert Rivera declaraba: "C's no va a estar en el Gobierno andaluz porque no ha ganado las elecciones". Con posterioridad, el joven partido enunciaba la generalización de esta tesis a todos los escenarios: Ciudadanos sólo gobernará en solitario o en coalición allá donde haya ganado las elecciones, y se mantendrá fuera del gobierno en las instituciones en que sea minoritario, con independencia de que pueda intervenir desde fuera en los equilibrios políticos. De hecho, la abstención de C's habrá de ser clave en la formación del gobierno andaluz, que será seguramente monocolor y socialista.

La posición de Albert Rivera es perfectamente legítima y, en cierto sentido, plausible por puritana: sus móviles no son el apego al poder ni la ocupación de sillones, y de ahí que renuncie a la cuota de cargos que pudiera corresponderle en el prorrateo de la mayoría. Sin embargo, esta abstención es también discutible en cierto sentido, ya que no contribuye a racionalizar la evidencia de que en un sistema pluripartidista como el que se abre ante nosotros, y que se reforzará merced a las inevitables reformas de la ley electoral que se anuncian, los gobiernos de coalición están en la lógica de la situación, y descartarlos va contra la estabilidad y, en definitiva, contra la solidez del modelo.

Lo que propone Albert Rivera es, en definitiva, lo que hizo Jordi Pujol con su famosa política del peix al cove (pescado a la cesta) en las legislaturas en que el partido hegemónico no disponía de mayoría absoluta (la última de González, la primera de Aznar y las dos de Zapatero): intercambió sus apoyos por contrapartidas concretas, bien en forma de concesiones al autogobierno, bien como atenciones presupuestarias. Pujol no consintió que su formación participara en el Gobierno de la nación, en contra de la opinión y la voluntad de personalidades como Miquel Roca o Duran Lleida. Y la razón era obvia: no quería corresponsabilizarse con la política gubernamental, no quería implicarse en el Estado.

Muchos criticamos entonces aquella actitud, claramente insolidaria, que reducía la política a una serie de transacciones que emitían un hedor mercantil. Y si reprochamos aquello, no podemos estar muy de acuerdo con esto, con la resistencia de Rivera a formalizar coaliciones en las que él sea el socio menor.

Semejante actitud lanza un mensaje negativo: el de que la política es intrínsecamente perversa, por lo que lo mejor es mantenerse al margen de ella y de sus conciliábulos, cuando la transacción y el pacto son la médula de la democracia y el compendio más elevado de la racionalidad política. Lo malo no son la negociación y el acuerdo sino la opacidad y el recurso a intercambios espurios. De ahí que las coaliciones deban hacerse con absoluta transparencia, de forma que el electorado tenga muy claro en qué cede cada uno de los partidos para firmar el consenso creativo que permita emprender un camino en común. Porque no se trata de gobernar para ocupar poder sino para conseguir que la dirección de avance sea, en la medida de lo posible, coherente con las propuestas ganadoras. Y si se suman fuerzas, lo importante es potenciar los vectores que se comparten y aplazar los demás.

Éste es el sentido del parlamentarismo pluripartidista, que no se alcanzará del todo si todos los partidos mantienen, como Rivera, la estrategia de participar sólo en el gobierno si logran mayoría.

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