La percepción literaria del hedor político tiene en Hamlet una célebre manifestación. "Algo huele a podrido en Dinamarca", dice uno de los personajes antes de la confesión fantasmal de horrendos crímenes. Como tragedia de inspiración clásica, la lucha por el poder se traducía allí en asesinato, usurpación e incesto. La podredumbre de nuestros días es otra: corrupción de los gestores de la cosa pública y, lo que resulta mucho peor, incapacidad del sistema institucional para dejar de ser dócil instrumento de la oligarquía económica y para orientar la acción del Estado en beneficio del interés general. Fallan en esto fuerzas políticas, parlamentos y gobiernos. Y fallan también los ciudadanos, que reeligen una y otra vez a los corruptos, a los inútiles, a los profesionales de la insustancialidad y de la cobardía moral, a los intelectualmente mediocres, esos que jamás podrían ganarse honradamente la vida lejos del tráfico de influencias?

Recuerdo ahora otro olor literario. El poeta Virgilio, en la novela de Hermann Broch sobre las fechas que preceden a su muerte, atraviesa de noche, llevado en litera, una miserable calle de la ciudad de Brindis, "donde casa tras casa emanaba un hedor bestial de heces a través de las abiertas fauces de las puertas". ¿Son esas puertas también las del Estado, incluso las de la Unión Europea? ¿Es ese mismo hedor el que nos golpea cada vez que, día tras día, los medios de comunicación nos relatan las peripecias procesales de los incesantes contubernios entre dinero y poder? ¿No fue el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, quien como ministro de Finanzas convirtió a Luxemburgo en un paraíso fiscal? ¿Cabe imaginar que ese caballero no se lucrara con ello? ¿De verdad esperamos de este sujeto un "plan" de eficaz reactivación económica?

Cierto, en Rusia huele peor, y en China, y en tantos otros sitios. Ahora bien, rusos, chinos y muchos más se hallan tan acostumbrados a la hediondez que ni siquiera la perciben, como tampoco se percibía en un castillo medieval. Allí, en esos países, la corrupción se equipara a los fenómenos naturales. En cambio, nosotros, no habiendo perdido todavía la sensibilidad, oscilamos entre la indignación y la desmoralización. La lentitud de la justicia española contribuye a potenciar ambos sentimientos.

Nuestra clase política, mediante procedimientos de saqueo y de clientelismo, destruyó unas entidades tan beneméritas como las cajas de ahorros. Esa misma clase toleró la comercialización de los productos bancarios opacos y todas las otras prácticas de fresh banking, es decir, de una actividad bancaria para frescos. Mediante préstamos, condonaciones de deuda y aportaciones a cambio de favores, nuestros partidos han venido dependiendo de los bancos y de las grandes empresas para su insaciable sed de financiación. Cuando la colusión de intereses se destapa y surge el escándalo, se abordan reformas legales destinadas a crear nuevas incompatibilidades entre funciones públicas y actividades privadas, pero por lo visto ello no ha impedido las tareas de "asesoría" realizadas por personajes de la picaresca de Quevedo como Trillo o Martínez Pujalte. Tanto los gobernantes de un signo político como los de otro se encuentran abonados al método de las puertas giratorias que comunican a la política con el mundo de los negocios. ¿De qué suelen debatir entonces el gobierno y la oposición? Sencillamente, de quién es más corrupto, si el partido de la trama Gürtel o el de los ERE. Tales debates son, por tanto, puramente endogámicos y revelan un espesor cutáneo propio de mafiosos.

¿A quién temen los políticos de los principales partidos? A los medios de comunicación que no pueden comprar, o que ha comprado la fuerza política antagónica. Los políticos se quejan de que los medios que descubren sus turbiedades no respetan el derecho a la presunción de inocencia y montan juicios paralelos. El propio ministro de Justicia ha sugerido prohibir las informaciones periodísticas basadas en filtraciones sumariales. Pero no son los medios (únicamente obligados por el deber de veracidad), sino los jueces quienes han de respetar ese derecho fundamental. Además, hacer depender la responsabilidad ante la opinión pública exclusivamente de una condena penal (o, como máxima concesión, de una imputación formal) constituye una desfachatez característica de demócratas de medio pelo. Chaves y Griñán, de haber tenido un sentido de la dignidad política del que clamorosamente carecen, deberían haberse retirado al desierto del anonimato hace ya varios años; al menos desde que la juez Alaya puso al desnudo el tinglado peronista del socialismo andaluz.

Vienen ahora las inanes y vocingleras campañas electorales. Resonará de nuevo, como diría Broch, "el sombrío rugido jubiloso del aturdimiento". Nuevamente nos embargarán el hastío ante la vaciedad y el sentimiento de vergüenza ajena. La política, en lugar de reflejar lo más noble de la lucha del hombre contra el destino, será, no el arte de la persuasión en el ágora de la ciudadanía, sino una pueblerina plaza de toros hecha con carros. Eso sí, en el cartel hay dos espadas nuevos a los que aún no se les puede gritar "¡y tú más!". Pero todo llegará.

¿Es cuanto acabo de exponer exageración tenebrista, manierismo universitario, quizá incluso hipercriticismo antidemocrático? "Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es. ¡Sólo la mentira es gloria, mas no el conocimiento!". Broch, claro.

* Catedrático de Derecho Constitucional