Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

De buques, navíos y canciones

1)Nos sorprende el incendio de un ferry en plena travesía marítima y no debería hacerlo. La memoria genética del insular sabe que todos los peligros se encierran en el mar o vienen del mar y eso configura el carácter. Ser insular es conocer La Odisea de Homero sin haberla leído nunca. Cuando nuestros antepasados veían acercarse naves de otras banderas, sabían que sólo había dos posibilidades: muerte o rendición. Como sabían que toda enfermedad extraña del cólera a la peste arribaba a puerto como un polizón que a su vez fuera un asesino a sueldo. Eso también configura el carácter.

Hace poco se cumplió el vigésimo aniversario de la misteriosa empresa de los buques cargados de agua y el incendio del Sorrento debería contemplarse en buena lógica fatalista y mediterránea como la tarta de celebración de todo aquello. Arde el mar, escribió un jovencísimo Gimferrer a mitad de los años sesenta. Días atrás, las noticias nos amenazaban con la posibilidad de una plaga que ataca olivos y almendros, en fin, un descabezamiento en toda regla. No se me ocurre interpretar el asunto del ferry y la amenaza de la bacteria Xilella fastidiosa más que como la sombra alargada de aquellos buques también descabezados que atracaban en el muelle de Pelaires, cargados de agua, que en una ocasión, estuvo envenenada. El agua, digo.

Nunca sabremos lo que pasó, ni el porqué de esa solución. Hubo sequía. Los acuíferos mostraban signos de extenuación y a alguien se le ocurrió la idea de transportar agua por mar. Recuerdo el nombre de aquellos buques fantasma Móstoles y Cabo Prior que sólo eran un contenedor flotante. Como recuerdo que una de las acuáticas partidas llegó contaminada por restos de pintura y el conseller del ramo se desmelenó amenazando con pegarle un tiro (sic) al técnico correspondiente. Así las gastaban y no era Gil y Gil. El agua, trasladada desde la desembocadura del Ebro costó más de siete mil millones de pesetas y la comunidad de regantes del río padeció un ataque de nacionalismo agudo que le hizo olvidar el precepto bíblico que aconseja dar de beber al sediento. Pero no sólo: mientras aquellos buques como mastodontes castrados desfiguraban el sky-line de Palma compitiendo desvergonzadamente con la catedral la bahía sufrió una marea roja que tiñó las aguas como en el Egipto de las maldiciones mosaicas.

Todo eso y más ocurrió mientras los buques-depósito nos visitaron y aprovisionaron de líquido elemento. La pasada semana a alguien se le ocurrió recordar que se cumplían años del suceso. Nada malo llega nunca solo. Y para los que creen que los barcos no se hunden, ni los aviones se caen, ni las desgracias ocurren más que en las películas, aquí tenemos dos avisos. El Sorrento ardiendo y la Xilella fastidiosa en el horizonte. Como las velas amenazantes que nuestros antepasados veían surgir en el mar. Que ahí se quede la bacteria maléfica, como el ferry en llamas.

Y 2) Llevamos un mes raro en lo referente a nuestra educación sentimental. Constelaciones, también. En pocas semanas han muerto Percy Sledge (74), autor de When a man loves a woman y Ben E. King (75), el autor de Stand by me. La primera se oyó mucho en Mallorca en las discotecas, salas de fiestas y hoteles de los 60 y principios de los 70. Creo incluso que los Z-66 con Lorenzo Santamaría al frente la interpretaron muy al comienzo, pero puede que mi recuerdo sea una falsificación de la memoria. Lo sea o no, la música de When a man loves a woman propició encuentros eróticos, liaisons veraniegas y algún que otro matrimonio mixto de local y extranjera. Pasó el tiempo y no se olvidó. Cuando volvió a escucharse estos días, anunciando la muerte de Percy Sledge, pareció que nunca hubiéramos dejado de escucharla.

Con 'Stand by me' ese distante (en el modo) ejercicio de convencimiento: querida, quédate conmigo y no habrá ferry ni plaga que pueda con nosotros ocurrió de distinta forma, porque nunca habíamos dejado de escucharla. Primero con Ben E. King; más tarde, en las versiones de John Lennon, ya separado de los Beatles, y de Van Morrison, tan contundente esta última, que la alegre súplica parece una orden. La de Van Morrison es la que tengo más a mano y escucho en casa de vez en cuando, pero al enterarme de la muerte de Ben E. King, me trasladé de repente a la Barcelona de los setenta, concretamente a la parte baja de la calle Mayor de Sarrià (así se llamaba entonces). A mano derecha había un pequeño café con sinfonola no recuerdo su nombre y en ella estaba la versión de John Lennon de Stand by me, que acababa de editarse. Fueron bastantes las tardes en que mi amigo David F. Miró y yo entre quinto y quinto de cerveza la escuchamos juntos en aquel bar, y nunca he podido interpretar esa canción más que como una de las formas que David tuvo de quedarse entre nosotros, pese a haberse ido. Pues eso, de nuevo ahora, que Ben E. King acaba de irse.

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