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Antonio Papell

La prensa, el guardián de la democracia

La literalidad de las declaraciones de Rafael Catalá en las que se refirió a las frecuentes filtraciones de los sumarios judiciales y a la posible lesión del derecho a la presunción de inocencia es poco objetable si se mantiene en el limbo de las cosas abstractas pero resulta totalmente impertinente en el momento actual.

En efecto, estamos a menos de un mes de unas elecciones relevantes, previas a unas generales decisivas, y la opinión pública se encuentra sencillamente asqueada por la secuencia interminable y recurrente de episodios de corrupción que han desbordado con creces su capacidad de asombro. El caso Rato, que afecta a quien simbolizaba todo un hemisferio ideológico, y las noticias que han protagonizado Federico Trillo y Vicente Martínez Pujalte, ambos a sueldo de constructores en pos de concesiones administrativas mientras ocupaban escaño de diputado, han colmado sin duda la paciencia de muchas personas, totalmente indispuestas desde mucho antes con el deprimente espectáculo de una corrupción rampante que ha invadido demasiados reductos de lo público en este país.

Pues bien: que en ese marco mental y temporal salga el ministro de Justicia a sugerir, aunque sea en el plano puramente teórico, que a lo mejor habría que poner un bozal a la prensa para que no informe de todos estos hechos delictivos constituye sencillamente una indecencia. Los políticos, obligados a auxiliar a la Justicia en el cometido de reprimir la corrupción a chorros que nos invade, deberían estar tan absortos en su tarea que habría de faltarles el tiempo para filosofar.

En este país, el secreto del sumario, concebido en principio para ser aplicado sólo en aquellos casos en que el conocimiento de las actuaciones podía dificultar las pesquisas, se ha convertido en un escudo arbitrario que los jueces y los políticos han administrado a su antojo. Porque el "periodismo de investigación", seamos francos, ha sido la mayoría de las veces una maniobra encaminada a dar a la luz una filtración intresada, que beneficiaba a unos y perjudicaba a otros. Y si es natural que se debata este estado de cosas irregular y cargado de arbitrariedad, es también evidente que la discusión no puede ir en el sentido de acallar a la prensa sino de exigir más y mejor criterio a los jueces, que son quienes deberían dosificar con ecuanimidad la información derivada de sus investigaciones.

Escribió Claude Julien, antiguo director de Le Monde, que el periodismo debe obstinarse en divulgar todo aquello que el poder se empeña en ocultar. El aforismo sigue plenamente vigente en la actualidad, y eso es lo que debe hacer el sistema mediático, cada vez más rico y plural gracias a la coexistencia de los medios tradicionales con los vinculados a las nuevas tecnologías. Porque conviene recordar, para que quede constancia, que la lucha contra la corrupción en este país no ha corrido a cargo de la clase política de hecho, el establishment sigue dando cobertura a personajes turbios con el argumento de que los parlamentarios pueden hacer todo aquello que no esté literalmente prohibido en su régimen de incompatibilidades sino del poder judicial, secundado y auxiliado por la prensa, que ha creado los pertinentes climas de opinión y ha dado cobertura a los jueces más incómodos para el poder. Una prensa que ha sido en todo momento el watchdog, el perro guardián de la democracia.

Por ello mismo, harían bien los políticos del sistema no hurgando en la herida y no insinuando que es el sistema mediático el que no cumple con su obligación. Porque aquí, la golfería ha estado preferentemente en un determinado sector del tablero de juego.

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