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Mendigos en el museo

Desde Duchamp, es un gesto repetido. Aquí lo importante no es el trabajo manual, sino la idea, el concepto, como suele decirse. La instalación. Y he aquí que en un museo de la ciudad sueca de Malmö se exhibieron, en una de las salas, dos mendigos rumanos. Ella, embarazada y él con un cartel. Desde aquel enfermo agonizante de sida o desde aquel perro moribundo, todo puede ser posible en el arte. Lo irritante del caso es que esta exhibición de mendigos, de perros moribundos, de enfermos de sida o devastados por un cáncer terminal, nos obliga a volver sobre el tema de la muerte del arte, que no de la muerte en el arte. "La muerte del arte" puede ser una expresión que de tan oída ha acabado por agotarse. O, tal vez, esta muerte del arte siga vigente y sea el propio arte, en el que por lo visto todo cabe y vale, el que se alimente de su propia muerte. Está visto que algunos artistas persisten en el empeño, ya antiguo, de remover las conciencias, según ellos, adormecidas por el automatismo, la inercia y la sempiterna sensación de dejà vu. Los mendigos expuestos, una vez acabada la exposición, serán devueltos al frío de la calle, al hambre, a la humillación diaria de la mendicidad. A no ser que el artista en cuestión, con sus beneficios, les haga una donación en metálico a los mendigos rumanos y, de este modo, limpie su conciencia.

A bote pronto y sin profundizar mucho en el tema, supongamos que exista una pretensión de denuncia social. Ya saben, las terribles injusticias de la sociedad capitalista. Sin embargo, la deformación profesional de algunos artistas, que creen ser profundos y comprometidos cuando en verdad se están mostrando insoportablamente frívolos y huecos, les lleva a ser burdos y, en muchas ocasiones, incluso grotescos. Se podría encarar el tema desde el punto de vista social y ético, pero seremos crueles y analizaremos la obra desde el arte mismo. Concedamos que, en fin, la exhibición mendicante, es arte. Porque alguien dijo que la ocupación o exposición de cualquier objeto en una sala de arte es, en sí, arte o entra dentro del terreno artístico. Recuerden el tarro de mierda, de Manzoni. No en vano, a este tipo de artistas les divierte el escándalo fácil, la repugnancia moral de algún sector del público. Por supuesto, podríamos hablar de indecencia, de falta de tacto y sensibilidad. Podríamos llevarnos las manos a la cabeza o evitar que nuestras miradas de espectadores burgueses se crucen con los ojos de esos dos mendigos, que en este momento ya no lo son, sino que han cruzado el umbral sagrado, el que separa la intemperie del silencio o murmullo venerable que suele reinar en los museos. Estos mendigos sólo son mendigos cuando piden en la calle, pero una vez exhibidos en la galería dejan de serlo para ser meras representaciones, objetos artísticos. Podríamos escandalizarnos, e insultar sin más al artista. Llamarlo, tranquilamente, imbécil. Pero sería demasiado fácil.

La instalación de los mendigos en una de las salas del museo, como la del perro agonizante o la del enfermo de cáncer terminal o, en fin, en un futuro más o menos próximo, la exhibición del cadáver de algún inmigrante subsahariano ahogado en el antiguo y ya fatigado mar Mediterráneo, sigue siendo un gesto que busca el revuelo moral y el impacto visual, pero como instalación artística deja mucho que desear. Este tipo de ideas sólo funcionan en los inicios, cuando a alguien se le ocurre por vez primera romper con los moldes y, de ese modo, sorprender con la guardia baja al espectador. Un artista que se desangra en público ya no tiene mucho sentido. Rompe con los límites, y ya sabemos que sólo los límites nos proporcionan libertad de movimientos. Aunque parezca una paradoja, lo ilimitado, la barra libre, el viejo y cansino "todo vale" ha hecho que muchos, en este caso artistas, hayan ido de un lado a otro como pollos descabezados, eufóricos de vacío, creyendo que todo el mundo es de su propiedad y, además, está de su parte, y todos aplaudirán su parida de turno. El arte, cuanto más sutil y delicado, mejor y, lo que es más importante, conocedor de sus límites. Unos límites que hay que bordear, incluso forzar, pero nunca traspasar. Y no estoy hablando o escribiendo desde una tarima o palco ético. Para nada. Los mendigos en el museo, desde el punto de vista artístico, no suponen gran cosa como obra. Un gesto repetido y, lo que es más triste, con pretensiones rompedoras. Y si el artista, con ello, ha pretendido remover conciencias, también ha fracasado. Una osadía que ya no es tal. Porque tenemos los ojos saturados de imágenes mucho más duras y sangrantes. Porque somos viejos zorros.

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