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Los demoledores

Es una de las imágenes de la semana. Un grupo de milicianos del Estado Islámico irrumpieron en un museo de Mosul (Irak) y procedieron a la destrucción de esculturas milenarias de la época asiria. El vídeo no engaña y nos produce la clásica reacción donde coexisten el estupor, la rabia, la impotencia y otras emociones que nacen siempre ante aquellos abusos que no comprendemos. Allí están los fanáticos derribando las figuras de sus pedestales, cayendo luego sobre ellas con mazas, taladros y picotas, y cebándose en un tesoro de gran valor arqueológico que hemos perdido para siempre. ¿Por qué? Los analistas lo tienen muy claro: estas salvajes acciones pretenden borrar todo vestigio cultural anterior a Mahoma. No importa que en el amplio escenario de la Historia y ya no hablemos del Universo el profeta sea poco más que un recién llegado. Lo que se dice un chaval. De hecho, las obras destruidas pertenecen a una civilización anterior al Islam en mil quinientos años. Es decir, hay más distancia temporal entre los asirios y Mahoma que entre éste y el Estado Islámico. Pero, en fin. No creo que esta gente ande muy puesta en la materia. Y van a lo suyo.

Dicho esto, debo confesar que no soy contrario a la demolición. Simplemente es una cuestión de elegir bien los objetivos. Está claro que un servidor jamás habría destruido un toro alado ni casi nada de lo que ha subsistido de la Antigüedad. Pero en cambio me pondría gustoso las botas cargándome la mayor parte de construcciones de mi época. Es más, si tuviera algún tipo de influencia en el circo internacional, estos picapedreros del Estado Islámico estarían ganándose ya una doble ración de kebab a mi costa. Pensemos en las aberraciones arquitectónicas, por ejemplo, que han destruido el litoral balear y buena parte del Levante español. ¿Qué no daríamos muchos por reducirlas a escombros? Andratx, Magalluf, el Arenal, Oropesa, Benidorm, Marbella, Algeciras? Seamos sinceros de una vez. Durante décadas hemos sometido nuestro patrimonio cultural y paisajístico a un ejercicio de destrucción y demolición comparable al que practican estos fanáticos de Oriente. Y casi nadie ha dicho nada. Al contrario: el akelarre se ha fomentado desde todas las instituciones y todas las instancias del país. Para colmo ni siquiera nos movía una causa de tipo religioso ni el propósito anacrónico de crear una nueva sociedad anclada en el pasado. Nos movió exclusivamente el culto al becerro de oro. No hubo ideas, equivocadas o no; no hubo palabras, no hubo oraciones. Sólo una voracidad sin límites, una incultura desoladora y un desprecio alucinante hacia el patrimonio de nuestros mayores. El legado.

No me importaría, repito, que estos demoledores dejaran las cosas como las encontraron sus antepasados al llegar a la península en el siglo VIII. Está claro que sus descendientes no ellos, sino nosotros no hemos sabido estar a la altura. Y lo más gracioso es esta rasgada de vestiduras general por unas estatuas de la vieja Nínive? Cuando nos hemos cargado impunemente docenas de pueblos de pescadores.

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