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Antonio Papell

Del referéndum fallido a la entelequia de las plebiscitarias

El Tribunal Constitucional (TC), en un plazo discreto de cinco meses, ha zanjado definitivamente el episodio del referéndum fallido al declarar inconstitucionales diversos artículos de la ley de consultas aprobada el 19 de septiembre por el parlamento catalán y el decreto de convocatoria del referéndum del 9 de noviembre convocado dos días después. Es curioso constatar, en todo caso, que el mismo tribunal que acaba de emitir estas sentencias tiene pendiente de resolver el recurso de inconstitucionalidad presentado por el gobierno de turno en 2010 contra la primera ley catalana de consultas, que preveía la posibilidad de que el Principado solicitara al Estado autorización para celebrar referéndums. Los argumentos del TC, que se ha pronunciado por unanimidad tras el acuerdo entre los dos ponentes, el conservador Pedro González-Trevijano y el progresista Juan Antonio Xiol, no son polémicos: según la Constitución vigente de 1978, la competencia para convocar referéndums de carácter general pertenece al Estado y la soberanía nacional, única e indivisible, que debe decidir cualquier cuestión relativa al modelo territorial, reside en todo el pueblo español en su conjunto.

Frente a la rotundidad de esta sentencia perfectamente previsible, fuentes soberanistas han declarado que ahora el único camino expedito es el de las elecciones plebiscitarias. Es decir, unas elecciones autonómicas en las que las formaciones independentistas lleven en el frontispicio de sus programas la independencia de Cataluña. No es por desanimar a los infatigables partidarios de la ruptura pero hay que apresurarse a decir que por esta vía tampoco van a conseguir la independencia ya que es muy fácil desarmar jurídica y políticamente el intento de justificarla por esta vía.

De entrada, hay que tener en cuenta que, sea cual sea el programa que exhiban las fuerzas políticas en las hipotéticas elecciones autonómicas catalanas previstas para el 27 de septiembre (algunos creemos que es muy dudoso que se celebren, pero ésta es otra cuestión), las competencias del parlamento catalán que emane de dichas elecciones seguirán siendo las mismas que actualmente, es decir, las tasadas en la Constitución y el Estatuto de Autonomía. Una hipotética declaración de independencia sería, pues, papel mojado. Pero, además, una eventual mayoría parlamentaria soberanista tampoco tendría un valor político decisivo porque no equivaldría a esa "mayoría cualificada" que los constitucionalistas consideran requisito sine qua non para plantear siquiera la secesión de un territorio.

Veamos un ejemplo: CiU consiguió tres mayorías absolutas, en 1984, 1988 y 1982; en la más rotunda de ellas, la de 1984, Pujol llegó a obtener 72 escaños en el parlamento de 135 asientos con un 46,80% de los votos y una participación altísima del 64,36%, sólo superada en todo el trayecto democrático por la que se registró en las autonómicas de 2012. Pues bien: el apoyo real de CiU en aquella ocasión fue tan sólo del 30,12% del censo (este porcentaje se obtiene de multiplicar la participación por el resultado, 46,60x64,36). Quiere decirse que la mayoría parlamentaria absoluta se consigue con un apoyo muy inferior al que se requeriría en un referéndum para asegurar la mayoría absoluta del censo. Por lo demás, ya se ha visto que el soberanismo, que nunca ha reunido a más de 1,8 millones de personas (esa fue la cifra del 9N), no alcanza la masa crítica necesaria.

El camino del soberanismo hasta el 27 de septiembre será muy arduo, en gran medida porque tendrá que desarrollarse cuando en contexto social de recuperación económica y de elecciones continuas que versarán sobre cuestiones novedosas y en las que participarán nuevos actores. Artur Mas, con su coalición quebrada, se está lanzando, en fin, hacia la entrega de la mayoría a Esquerra Republicana, sin que este partido vaya a conseguir avanzar hacia la independencia. Curioso viaje para un perdedor profesional.

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