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Antonio Papell

Arranque de campaña

El presidente Rajoy era consciente, como todo el mundo, de que el debate sobre el estado de la nación era esta vez, ante todo, el prólogo de la gran campaña electoral que antecede a la más densa secuencia electoral de toda la etapa democrática, nada menos que cinco elecciones seguidas (andaluzas, municipales, autonómicas, catalanas y generales) en nueve meses. Un proceso que, según todas las prospecciones sociológicas, cambiará radicalmente el mapa parlamentario por la decadencia de las dos grandes opciones y por la irrupción en el terreno de juego de dos nuevas fuerzas que asoman con potencia: Podemos y Ciudadanos.

En ese contexto, el líder popular pretendía conseguir un acuerdo tácito con el socialista Pedro Sánchez para preservar en lo posible lo que a ambos interesa teóricamente por igual, el predominio bipartidista. De hecho, el gobierno y el PSOE acaban de firmar un nuevo pacto antiterrorista, probablemente el último testimonio de una era que cambiará irremisiblemente dentro de poco. Fuentes del PP aseguraban en los días anteriores al debate que todo estaba escrito, que el portavoz socialista se centraría en la defensa de su espacio político y no en la crítica al gobierno, y que ello le aportaría madurez y densidad, suficientes para consolidar su liderazgo en el PSOE.

Pero no: el análisis de Pedro Sánchez ha sido muy otro, y con acierto. El líder socialista, que efectivamente necesitaba ganar el debate para recuperar las opciones para su partido y para consolidarse al frente de la secretaría general, habría firmado su sentencia de muerte política si se hubiese puesto a la defensiva y hubiera optado por apoyar expresamente un modelo, el bipartidismo imperfecto, que está manifiestamente agotado, en lugar de erigirse en portavoz de las clases medias, vapuleadas por la crisis y proletarizadas hasta extremos sangrantes.

Sánchez ha negado, en definitiva, la tesis de que la crisis ha sido un mero paréntesis que está a punto de cerrarse con el retorno a la situación anterior: la crisis, pagada por ese sector central mayoritario del cuerpo social y que además ha enriquecido a la minoría privilegiada, ha quebrado los anteriores consensos fundacionales y como bien dijo Sánchez también el pacto generacional en que confiaban las generaciones emergentes, hoy postergadas y sin horizontes. La crisis ha arrojado en definitiva a la cuneta a gran parte de las clases medias, ha eliminado la seguridad de los trabajadores, ha frustrado los horizontes de los jóvenes y ha adelgazado hasta la anemia el estado de bienestar. No se trata, pues, de dar por zanjado el incidente ha sido mucho más que eso y de aplaudir ante la nueva etapa de crecimiento económico que acaba de abrirse: hay que reconstruir lo destruido, que ilusionar de nuevo a las muchedumbres y devolverles la serenidad, la esperanza, la confianza y la fe en este país.

Uno de los obstáculos que se oponen en esta regeneración política y moral es la corrupción, atacada insuficientemente por el establishment. No basta con acatar las sentencias ni con pedir disculpas a los ciudadanos, ni siquiera con ir adaptando premiosamente las leyes contra los corruptos: hay que tomar medidas políticas ejemplarizantes, capaces de convencer a la opinión pública de la inequívoca anatema contra quienes se aprovechan del dinero público para su lucro particular. Pedro Sánchez ha plasmado en el debate este rechazo rotundo, que el Partido Popular no ha sido en cambio capaz de infundir en sus gestos, y cuya tibieza le perseguirá durante esta campaña a cara de perro en que las cuatro formaciones en liza se agotarán a codazos para conseguir el mejor lugar bajo el sol.

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