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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Que no se queden con tu historia

Si para Karel Capek el principal valor de un club inglés es la calidad de su silencio, cabe pensar que la cualidad primordial de una democracia consistiría en el don de la escucha. Hablo por supuesto de una utopía, aunque la actitud noble del diálogo, frente al mero alboroto de la confrontación, forma parte de la quintaesencia del parlamentarismo. La democracia no deja de ser no debería dejar de ser una conversación larga y sostenida entre los actores que constituyen un país, con sus distintas necesidades, sus propios recuerdos y sus anhelos a menudo contrapuestos; todo ello dentro del marco común de tolerancia que es el respeto a la ley. En su magnífica Carta a un joven progresista, el escritor canadiense y excandidato a primer ministro Michael Ignatieff, nos recuerda, sin embargo, que en el mundo del poder los idealismos se queman con la evanescencia de la ingenuidad: "Me metí en política pensando que, si argumentaba de buena fe, me escucharían. Es una idea razonable, pero falsa. Durante los cinco años y medio que estuve en la política canadiense, nadie se molestó en criticar mis ideas. Lo que estaba en cuestión nunca era el mensaje, sino siempre el mensajero". El ataque directo a la persona, que los romanos denominaban argumentación ad hominem, implica que la baza principal de los contendientes políticos pasa por destruir la honorabilidad del adversario, su credibilidad; más aún, su historia personal. "Así que mi consejo es le insiste Ignatieff a su joven corresponsal: nunca dejes que tus rivales se queden con tu historia. Si no puedes conseguirlo honradamente, búscate otra profesión".

En un sentido general, es lo que nos ha sucedido en estos últimos cinco o seis años. De inmediato, el pasado democrático perdió credibilidad, erosionado por la furiosa ventisca de la corrupción, el paro y la falta de perspectivas. Si en la segunda mitad de los noventa con la Tangentópolis italiana en plena efervescencia y el felipismo ya en la oposición el ajuste fino de la Transición pasaba por ser un modelo de ingeniería política al servicio de la democracia, hoy en cambio impera el discurso del desencanto: una especie de negacionismo abrupto y extremo, centrado en la sospecha. No es ya que desconfiemos de los partidos políticos y dan a diario sobrados motivos para ello, ni que recelemos de nuestros gobernantes nacionales, autonómicos o locales también con motivo; sino que la duda se extiende hacia todo el armazón constitucional, con su entramado de leyes, reglamentos e instituciones. De acuerdo con este juicio, sólo una revolución en el sentido de finiquitar rápidamente las reglas antiguas para estrenar otras radicalmente distintas podría sacar al país del espejismo pseudodemocrático en que supuestamente hemos vivido desde el 78. Todo o nada: el viejo juego de los populismos, con su dinamita de medias verdades. En Grecia, sin embargo, Syriza ya se está dando de bruces con la realidad.

"Nunca dejes que tus adversarios se queden con tu historia." Estas palabras del sabio Ignatieff, en definitiva, son una lección de largo alcance para la democracia española. ¿Por qué, cuando Zapatero inició su primer mandato en el poder, los dos partidos principales se enzarzaron en el difícil debate de la memoria histórica? ¿Por qué, ocho años más tarde, Mariano Rajoy decidió dejar de lado el discurso político para centrarse casi exclusivamente en el ajuste económico? ¿Por qué fallaron tantos controles internos a la hora de detectar la corrupción que se propagaba sin pausa en el seno de los gobiernos? El primer paso para que los adversarios se quedaran con la historia de nuestra democracia fue la súbita aparición de una atmósfera tóxica de mediocridad, que dio paso al oportunismo político esa arma de destrucción masiva. Y, claro está, también al alboroto continuo y a la sospecha unánime. Sin una historia de la que enorgullecernos, hemos quedado en manos de los corruptos, en primer lugar, y de los oportunistas al acecho, en segundo. No se trataría de un panorama en exceso halagüeño, si no fuera porque, a pesar de todo, las instituciones siguen funcionando y lo hacen es cierto con lentitud, pero con rigor. Limpiando, poco a poco, el país de todo aquello que nunca debió crecer más allá de unos estrictos límites.

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