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Antonio Tarabini

¡Vade retro! Bipartidismo y mayorías absolutas

Existe un cierto consenso de que el bipartidismo y las mayorías absolutas son intrínsicamente perversas para que nuestro sistema democrático sea real y no sólo formal. Pecando de políticamente incorrecto afirmo que tal apreciación no es correcta, aunque pueda comprender que haya múltiples causas que pueden explicar tal consenso negativo a todo lo que huela a bipartidismo y a mayorías absolutas.

La existencia del bipartidismo, dos partidos predominantes que se alternen en el poder, así como de las mayorías absolutas en las distintas cámaras representativas, son el resultado de distintos procesos que se rigen y regulan por la correspondiente ley electoral. Si observamos nuestro entorno europeo democrático comprobaremos como la alternancia bipartidista (conservadores y socialdemócratas) ha sido el modelo vigente durante décadas, basado en sistemas mayoritarios que priman a los partidos más votados. Puede decirse, con razón, que tal modelo ha entrado en crisis al aparecer en el panorama político otras fuerzas que por su relevancia (aunque no sean mayoritarias, pero sí significativas) deberían tener presencia en las diversas instituciones democráticas. Y también por el agotamiento del bipartidismo, especialmente en los últimos años, porque la alternancia en el poder no suponía cambios significativos de políticas. Los dos partidos que se alternaban eran, o parecían, las dos caras de una misma moneda.

En el caso español, desde la Transición democrática el sistema electoral se rige por la ley d'Hont, que prima a los partidos mayoritarios. El motivo fue la necesidad de garantizar una cierta "estabilidad" política para poder hacer una transición "tranquila" de la dictadura a la democracia. Tal argumento, aunque pueda provocar dudas, quizás fue útil en los primero años de transición. Pero han transcurrido más de 35 años desde la aprobación de nuestra constitución. Hoy, nuestra realidad territorial y política es mucho más compleja y plural, y la aplicación de un sistema meramente mayoritario deja fuera de juego a múltiples fuerzas políticas con presencia significativa tanto de carácter nacional como las de arraigos territoriales (nacionalistas o no).

Por otra parte no se puede negar que la "consolidación" del bipartidismo puede haber conducido a usos perversos. Especialmente en los años de la crisis ( financiera/económica, pero también política) los dos partidos alternativos, PP y PSOE, han practicado políticas socioeconómicas poco diferenciadas (al menos así lo perciben los ciudadanos); y al mismo tiempo la permanencia en el poder ha propiciado, además de lejanía de los problemas reales de los ciudadanos, usos y hábitos perversos entre los cuales resalta la corrupción.

En referencia a las mayorías absolutas, ocurre lo mismo. Si existen es porque así lo han querido los ciudadanos. Pero el problema radica en que, también con excesiva frecuencia, el uso de tales mayorías absolutas es perverso. Al difuminarse la separación real de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), los contrapoderes son una filfa al estar a las órdenes y dictado del partido que ha obtenido tal mayoría absoluta. Además, aún siendo legítima la mayoría absoluta, se hace mal uso de ella al utilizarla como simple rodillo sin considerar a las minorías políticas ni tampoco propiciando la participación ciudadana. Sin olvidar que tales mayorías absolutas (véase España y Balears) se han basado en programas electorales que a la hora de gobernar han resultado simple "humo".

En consecuencia, es lógico que los ciudadanos estén hartos de los usos y abusos del bipartidismo y de las mayorías absolutas. Tales situaciones han conducido, con cierta razón, a la aparición de nuevas formaciones políticas basadas fundamentalmente en la indignación ciudadana. El caso más significativo es Podemos, que pone en jaque no sólo a los partidos mayoritarios (PP y PSOE) sino a todos los que pertenecen al sistema (UPyD, IU?), a los que de una manera simple (pero de gran eficacia publicitaria) califican como "casta".

El futuro no está escrito y nuestro sistema de convivencia democrática deberá experimentar una profunda revisión, más allá de la simple estética. La imprescindible reforma constitucional deberá garantizar la separación y autonomía de poderes (especialmente el judicial); la revisión del sistema bicameral; una profunda revisión de la ley de partidos y su financiación, y también de la ley electoral que tenga un carácter más proporcional y menos mayoritario. Todo ello, no para negar la importancia del voto popular cada cuatro años, sino para mejorar la vida democrática de las instituciones propiciando una participación real de la ciudadanía no sólo votando sino también durante toda la legislatura. Lo que no tiene porque significar caer en simple asamblearismo. La tarea no es fácil, pero sí urgente.

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