La conferencia de Artur Mas del pasado martes ante un público entregado en un escenario grandilocuente consagró al presidente de la Generalitat, antiguo subalterno de la familia Pujol, como caudillo del nacionalismo en el camino ya irreversible hacia la independencia, si lograse vencer la lógica resistencia del Estado, que no va a consentir en silencio una ruptura tan flagrante de los acuerdos constitucionales y una tan aparatosa violación de la legislación vigente.

Es un hecho que el viraje de Mas, líder de CiU, hacia el independentismo ha tenido un primer efecto político bien negativo para él mismo: con la presión soberanista, la masa crítica separatista que ha secundado tal mudanza ha preferido abiertamente la opción representada por Esquerra Republicana de Cataluña. Ya en las elecciones anticipadas de 2012, en las que Mas pidió con vehemente elocuencia el mayor respaldo posible para alcanzar la formalización del derecho a decidir, es decir, de la independencia, la ciudadanía le volvió la espalda y le restó una docena de escaños, once de los cuales fueron a parar a Esquerra Republicana, la organización radical encabezada por Oriol Junqueras. Las sucesivas encuestas a partir de entonces ponen de manifiesto que ERC ha consumado el sorpasso y ya es más potente, en términos electorales, que la propia CIU. Además, esta coalición, sin duda dañada por el caso Pujol y otras corruptelas, se está fragmentando, toda vez que el segundo de sus socios, Unió Democrática de Catalunya, no está por la independencia y no secundará por tanto la deriva de Artur Mas.

En estas circunstancias, una nueva anticipación de las elecciones podría terminar de consolidar el ascenso formal de Esquerra y el declive de CiU, con lo que Artur mas y el núcleo social que CiU aglutina a su alrededor un conglomerado de intereses pequeño burgueses de gran alcance quedarían postergados y la independencia sería rentabilizada no sólo por la otra formación sino por otra clase social. Y para evitarlo, Mas ha inventado un ingenioso sistema que le permitiría matar dos pájaros de un tiro: avanzar hacia el secesionismo, conforme a un proyecto que le lanzaría personalmente hacia la presidencia de la hipotética república futura, y laminar al más poderoso adversario en este empeño, que debería plegarse por razones "patrióticas" al liderazgo del conducator. Mas propone en definitiva la "lista de país" que él encabezaría su ofrecimiento de que podría encabezarla o concluirla, es decir, figurar en último lugar, es un brindis al sol y en la que no figurarían políticos sino representantes de la sociedad, expertos y técnicos, con lo que Junqueras ya no sería siquiera diputado tras la consulta.

Es poco probable que ERC caiga en esta trampa. Y en este caso, Mas no anticiparía las elecciones. Pero sabe perfectamente este curtido y megalómano político que la actual tensión catalana no es sostenible hasta 2016 sin estallar en alguno de los sentidos posibles. Máxime cuando en este plazo sucederán muchas cosas en el Estado: desde las elecciones autonómicas y municipales hasta unas elecciones generales que también aportarán grandes novedades. Si se piensa que en todo este tiempo Cataluña no estará siendo gobernada a pesar de que tiene graves problemas, como los tiene también el conjunto del Estado, se verá fácilmente que la situación se volverá explosiva. Y entonces, o los partidos toman drásticas decisiones de renovación para abrir procesos de diálogo, o el Estado tendrá que aplicar alguna suerte de cirugía al amparo del artículo 155 de la Constitución, que, como se sabe, es copia casi literal de un artículo semejante de la Constitución alemana que consagra la llamada compulsión o coerción federal (Bundeszwang, en la terminología germana), útil cuando se quebranta la lealtad federal.