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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Los dilemas

Durante todo un curso académico, en la segunda mitad de la década de los noventa, fui compañero de piso de un mormón de Chicago. Recuerdo que no bebía Coca-Cola ni té ni café ni, por supuesto, alcohol. Recuerdo, según me contó, que usaba algo así como unos calzoncillos de la castidad para contener los instintos sexuales (de hecho, se casaría poco después, tras un noviazgo a distancia de apenas seis meses). Recuerdo que era conservador hasta en sus gustos musicales, que incluían las melodías de South Pacific o las canciones de Dean Martin. Hablaba un castellano magnífico - mucho mejor, desde luego, que mi torpe inglés -, gracias a su etapa de misionero en la Barcelona postolímpica. Los mormones - al menos los hombres, no sé si también las mujeres - dedican parte de su juventud a hacer proselitismo en cualquier lugar del mundo. Se trata de una mili religiosa que sirve para muchas cosas; entre otras, para reconocer, en los fracasos repetidos, el sendero del éxito. ¿A cuántos convertiría mi compañero en el Raval barcelonés? No lo sé, pero seguramente a pocos. En su biografía, Mitt Romney, exgobernador de Massachusetts y excandidato republicano a las presidenciales, cuenta que durante sus años parisinos no logró bautizar a nadie. Tampoco es que importe mucho, ya que los mormones practican una especie de salvación a posteriori bautizando a los muertos. En sus santuarios de Utah se conserva digitalizado el árbol genealógico de la humanidad, un ingente registro de la vida y de la muerte, como si estuvieran construyendo la Jerusalén celestial. Se han bautizado listados de papas, de santos, de reformadores, de ateos, de ciudadanos anónimos como usted y como yo, e incluso de ju-díos asesinados en Auschwitz o en Treblinka. Cuando la prensa publicó esta noticia el escándalo fue mayúsculo. Como también ha sido mayúscula la sorpresa por la revelación de la abierta poligamia de su fundador, Joseph Smith, quien se casó con cuarenta mujeres, entre ellas una niña de catorce años. La poligamia fue, de hecho, una característica generalizada entre los primeros mormones, una práctica como cualquier otra para expandir la prole y garantizar la continuidad. Su prohibición se tradujo en un cisma que todavía perdura.

Dos décadas más tarde, al ver a alguna pareja de mormones paseando por nuestras calles, admito que los observo con curiosidad. Reflejan un mundo antiguo y postmoderno a la vez. Por un lado, está la fortaleza de las virtudes conservadoras la familia, el trabajo, el esfuerzo, el ahorro, además de las hechuras de una extraña filosofía que sostiene que todos terminaremos siendo algo así como dioses. Por el otro, la evidencia de que, en una época sin anclajes claros, lo identitario ya sea en clave religiosa, nacional o de corrección política recobra protagonismo. Para los amantes de las metáforas históricas, la disgregación de los imperios enlaza con la atomización social: de Roma a la Viena de los Habsburgo. El debilitamiento de los vínculos se une a un relativismo falsamente equidistante, mientras se buscan sucedáneos que permitan domesticar la incertidumbre y la angustia que provoca el futuro. Retornan las utopías, las distopías, el hedonismo y una fe doctrinaria que expulsa a los disidentes. Una sociedad sin elementos aglutinantes se convierte en una sociedad en conflicto, lo cual no quiere decir que sea necesariamente violenta. Aunque la violencia lo sabemos cuenta con muchos rostros.

En ese mosaico los mormones no dejan de ser una anécdota similar a muchas otras que, en su conjunto, apuntan hacia un futuro próximo donde convivirán identidades diferentes y a menudo contrapuestas: átomos sociales que difícilmente dialogan entre sí, sino que se refuerzan mutuamente desde ese "narcisismo de las pequeñas diferencias" que apuntó Sigmund Freud. Tendencias de fondo, subyacentes, que a menudo pasan inadvertidas a un análisis superficial. Las preguntas que hoy nos preocupan tienen que ver con la unidad de España, la corrupción institucional o la supervivencia de la moneda común en una Europa definida por la parálisis. Pero la creciente polarización ideológica, económica, educativa y social que se adivina o, al contrario, la tentación de una sospechosa unanimidad constituye ya uno de los grandes retos de la democracia.

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