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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

El arte de la impostura

Un día de 1995, en París, un jubilado que había trabajado toda su vida en el Patronato de Loterías Públicas se bajó del metro en la parada que hay frente al palacio del Elíseo. Ese día se celebraba una cumbre de jefes de Estado con motivo del cincuenta aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. El jubilado -que se llamaba Claude Khazizian- se había puesto su mejor traje gris con una bonita corbata roja. Cuando vio que llegaba la delegación de Armenia, se acercó al presidente del país, se puso a hablar con él en francés y consiguió entrar al palacio sin que nadie le pidiera una autorización. Poco después estaba compartiendo una copa de champán con el presidente de Senegal, que medía mucho más que él (los dos intercambiaron bromas sobre su altura). Mientras los dos conversaban, llegó un edecán que les anunció que tenían que ir a posar para la foto oficial. El jubilado Khazizian consideró que sería una descortesía dejar tirado al presidente del Senegal, así que caminó con él hasta el estrado y se metió entre los dignatarios que posaban para la foto. Muy cerca de él estaba Helmut Khol, canciller de Alemania, y justo delante de él estaba François Mitterand, presidente de la República Francesa. Mitterand saludaba con la mano. El elegante presidente del Senegal ponía cara de circunstancias. Y el buen Claude Khazizian, jubilado del Patronato de Loterías, estiraba el cuello y sonreía orgulloso, ya que estaba rodeado por algunos de los dignatarios más importantes de Europa.

Cuando terminó la recepción, un miembro del equipo de seguridad le preguntó quién era y Khazizian se limitó a contestar: "Delegación de Armenia". Alguien le señaló enseguida un coche oficial, y Khazizian estuvo a punto de meterse en él, aunque al final desistió porque ya había tenido suficiente por aquel día. Pocos días después, cuando alguien desenmascaró a aquel desconocido que se había colado en el palacio del Elíseo, se supo que Claude Khazizian llevaba varios años colándose en todas partes. En Cannes se había metido en una recepción con Michael Douglas y Sharon Stone, y también se le había visto en una celebración de uno de los Tours que ganó Miguel Induráin. Por lo visto, casi nadie le había preguntado nunca quién era ni qué hacía allí. O si alguien se lo preguntaba, él se limitaba a contestar con cara muy seria: "Delegación de Armenia".

Estos días todo el mundo habla del 'Pequeño Nicolás', que consiguió colarse en la recepción del Palacio Real el día de la proclamación de Felipe VI, y que también se había hecho pasar por espía del CNI y por persona influyente del PP, y que hasta tenía un coche con chófer y un chalet a su disposición. El sábado, cuando vi su entrevista en Tele5, me acordé del buen Claude Khazizian, y no pude dejar de pensar que el oficio de impostor -porque sin duda se trata de un oficio- está decayendo de forma alarmante. Para empezar, Claude Khazizian nunca cobró dinero por lo que hacía, ya que sus delirios de grandeza se conformaban con colarse en las recepciones y con hacerse una foto con las personas importantes. Digamos que lo que hacía por amor al arte, igual que los poetas líricos y esos matemáticos que se pasaban toda la vida intentando resolver el teorema de Fermat. En cambio, el 'Pequeño Nicolás' actuaba por delirios de grandeza, claro, pero también buscaba un beneficio económico y se hacía pasar por "conseguidor" y "comisionista", algo que viene a ser -para los que amamos el arte sutil de la impostura- como si una hermosa actriz de Ingmar Bergman acabase actuando en una de las películas de Torrente. Y por cierto, que al ver al pequeño Nicolás me quedó la duda de si era un listillo que se hacía pasar por tonto, o si era un tonto que había conseguido engañar a todo el mundo porque se movía en un mundo también lleno de tontos. Me gustaría pensar -por el bien de este país- que su caso se corresponde a la primera hipótesis, aunque mi intuición me dice que la segunda hipótesis es la más cercana a la verdad.

Entre mis impostores favoritos está Orélie Antoine de Tounens, un antiguo procurador de los tribunales que en 1860 se cameló a un cacique mapuche en el sur de Chile y acabó proclamándose rey de la Araucania y de la Patagonia, aunque poco después acabó encerrado en un manicomio chileno y terminó sus días trabajando de farolero municipal en un pueblo del interior de Francia. Una vez, en los saltos de Petrohué, en el agreste sur de Chile que alguna vez había formado parte del Reino de la Araucania del procurador Tounens, grité "¡Viva el Rey de la Patagonia!" sobre un puente tambaleante que cruzaba un río que bajaba de los Andes. Me pregunto quién podría gritar algo a favor del 'Pequeño Nicolás', como no sea pedirle que se vaya ya a su casa y deje de hacer el idiota, si es que eso es humanamente posible.

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