Paso con frecuencia por la plaza del prócer caído y de esa hamburguesería llamada Alaska. Hace ya tiempo que he dejado la droga dura de los perritos calientes y de las hamburguesas embardurnadas de ketchup o mostaza. Allá cada cual con su dieta particular. Dicen que lo derriban. Hoy lo he visto cerrado. Los pegamoides del Alaska ya no se congregarán, cual feligreses, alrededor de la fritanga. Van desapareciendo bares, pero nacen otros. Quedar en el Alaska no es lo mismo que tener una cita en el Bosch. El Alaska, no sólo como dispensador de perritos, hamburguesas, helados o patatas fritas, sino como punto de encuentro y reunión. Si me gusta el Alaska no es por su menú, las cosas como son, sino por su entrañable anacronía y por ser uno de los últimos mohicanos en una ciudad que no debería apostar, como apuesta Barcelona, por el imperio de la franquicia y la consecuente despersonalización. Me gustan los barrios que admiten variedad de registros. En esa plaza del Maura caído y del ficus destrozado coexisten o coexistían locales de muy diversa índole. Sin embargo, la tendencia es a homologar, a franquiciar, digámoslo así, a anular esas hermosas antiguallas que toda ciudad con dos dedos de frente y sensibilidad se resiste a dar por perdidas. Que un local no niegue al otro. De eso se trata. Que un local algo grasiento y aceitoso como es el Alaska pueda convivir sin problemas con esos bares de postín y pose, de gin-tonic con fresas y altivez en el gesto. Una ciudad viva tiene la obligación de acoger esa variedad, por otra parte muy natural. El Alaska hace ya tiempo que está siendo rodeado por esa clase de establecimientos más o menos estirados y, por otro lado, también necesarios. Lo que ocurre es que se tiende a eliminar lo que ellos consideran anómalo, un estorbo para la idea que se tiene de ciudad. Una ciudad-negocio.

Nunca he sido un cliente del Alaska y tampoco voy a elevar un canto desgarrado por su demolición o por la falta de perritos o hamburguesas. Pero una ciudad que sigue la senda de ir eliminando locales "de toda la vida", acabará siendo una ciudad tomada por esas franquicias absolutamente sustituibles y sin sustancia. Barcelona es el ejemplo más dramático. De hecho, ya circula un documental sobre la falta de sensibilidad de esta ciudad, convertida ya en carnaza para el turista. Han ido cayendo librerías, cafeterías y demás locales para ser sustituidos por esas cervecerías inmensas que parecen más bien enormes garajes para dar cabida a un número escandaloso de consumidores algo autómatas. Ya cayó en su momento el Moka-Verd y el Formentor y el Miami y tantos otros. Por no hablar de las salas de cine. El Astoria, el Abc, el Avenida, el cine Born. Las lista es larga. En su lugar, suelen colocar la sucursal bancaria de turno o una deprimente tienda de souvenirs. En fin. También es cierto que está en el ADN de cualquier ciudad el gen de la transformación y del cambio, que una ciudad no puede quedarse quieta como un camposanto. Ahora bien, una ciudad puede estar sujeta a cambio sin tener que eliminar lugares queridos por sus ciudadanos. A pesar de que el estilo de la caseta del Alaska no sea, precisamente, un ejemplo del románico o del gótico. Es un cubo sin gracia, pero con toda la gracia del mundo. Ya me entienden. Sin duda, la razón del cierre es de índole económica. Existe un plan, eso está claro. Que la plaza de Maura caído se convierta en una suerte de calle San Felio. Bien, pero no por ello hay que sacrificar un local que le da un punto, ahora ya exótico, a una plaza o calle uniformada en el lujo y algo ajena, como si no fuese una plaza o una calle, sino un lugar de exposición permanente. Y hablando de la calle de San Felio, milla del oro palmesano: si se fijan bien, detectarán otra anomalía, una entrañable rareza en el paisaje de la calle. Hay una zapatería, Calzados Palacio, con su rótulo más propio de la calle del Sindicato, que resiste en medio de tanta galería y bar de alto standing. Ahí está, pero si vuelven a abrir los ojos, ya no estará. De acuerdo, la vida sigue y nadie se va a encadenar al Alaska en plan Gamonal. Tal vez, hagamos algún amago de pequeña manifestación. Luego, como es habitual y común en nosotros, nos encogeremos de hombros y a otra cosa. Mientras tanto, los pegamoides del Alaska, una vez cerrado el chiringuito, ya se habrán disuelto, hermanados en su orfandad. No es tanto el Alaska, sino lo que significa su desaparición.