Cuando en 1947 la Organización de las Naciones Unidas, sucesora de la Sociedad de las Naciones, decidió la liquidación del mandato británico sobre Palestina, una comisión creada a tal efecto recomendó la partición de lo que quedaba del territorio tras el establecimiento del emirato transjordano, es decir, la Palestina occidental, en dos Estados, uno judío y otro árabe. En la propuesta, Jerusalén y sus alrededores eran designados, con carácter temporal, como zona internacional, al margen de los dos nuevos países. Pero tras la proclamación de independencia de Israel el 14 de mayo de 1948 la víspera del día en que efectivamente concluía el mandato británico, la idea del estado palestino se eclipsó.

La historia tormentosa del desarrollo posterior de Israel, en permanente conflicto con sus vecinos árabes, es bien conocida. El pueblo judío, afincado al fin en el territorio de sus ancestros después de padecer el atroz Holocausto durante la segunda guerra mundial, ha desarrollado una potente democracia la única de la región y se ha defendido con vigor de unas agresiones intermitentes que han pretendido su desaparición. La comunidad internacional ha dado sustento al joven país, que para garantizar su supervivencia se ha dotado del arma nuclear.

El final de la Guerra Fría ha afectado como es lógico al Próximo Oriente, ya que han desaparecido las alineaciones que estabilizaban el conflicto y al mismo tiempo impedían su solución. Pero el transcurso del tiempo ha demostrado que la negociación espontánea entre las partes no es operativa, probablemente por el gran desequilibrio de fuerzas entre los dos actores enfrentados. La superioridad exorbitante de Israel dificulta una paz justa, equilibrada, que no puede provenir más que de los impulsos originarios: el territorio debe articularse en dos Estados viables, con Jerusalén al alcance de ambos, con su capitalidad compartida, y con las fronteras anteriores a la guerra de 1967, en que Israel arrebató importantes territorios a los árabes, sólo devueltos después en parte.

Así las cosas, y ante la incesante tragedia que vive la región, es deseable que la comunidad internacional tome con firmeza cartas en el asunto y auspicie, y si es preciso imponga, la creación del Estado palestino, que debería surgir de la negociación con Israel pero cuyo nacimiento no debe supeditarse a la voluntad de los israelíes. El atentado del martes ha permitido constatar un vez más el sufrimiento de los israelíes en este contencioso absurdamente dilatado, pero no hay duda de que los más damnificados por él son los palestinos, cuyas condiciones de vida son sencillamente dramáticas.

La imposición del Estado palestino no debe entenderse, en fin, como una agresión a Israel sino como el restablecimiento de un equilibrio fundacional que debe llevar a una paz justa a ambos pueblos, que comparten la titularidad del territorio y están por ello condenados a entenderse. El sufrimiento atroz de los judíos a manos de los totalitarismos europeos no puede tapar por más tiempo el dolor sangrante de los palestinos, condenados a un ignominioso sometimiento.

España ha dado pasos en la dirección adecuada al aprobar una proposición no de ley a favor del reconocimiento de Palestina como Estado independiente; iniciativas semejantes están siendo adoptadas por varios países comunitarios pero estamos todavía lejos de que la Unión Europea adopte una posición común que presione sobre Israel y haga avanzar la solución del conflicto. Todos tenemos la obligación de remar en esa misma dirección para que concluya de una vez la guerra más antigua del planeta, que ha sido, y que está siendo todavía, el germen de otras muchas conflagraciones.