El Papa ha telefoneado en dos ocasiones a un joven español de 24 años que el pasado julio remitió una carta al pontífice para relatarle los abusos que había sufrido, siendo menor, a manos de unos sacerdotes de Granada. A los poco días de recibir la misiva, Francisco llamó al joven y le ofreció todo el respaldo, a la vez que le pidió perdón en nombre de toda la Iglesia. También le indicó que oficiales de la santa sede investigarían el caso.

El pasado octubre, Francisco volvió a telefonear al joven para indicarle que declarara ante la comisión de expertos del Vaticano y pedirle de nuevo disculpas si hasta la fecha no había encontrado suficiente respuesta en las autoridades eclesiásticas de Granada (había, supuestamente, tres implicados directos y nueve encubridores siete sacerdotes y dos laicos; también existían más víctimas).

Días después, el joven emprendió la vía judicial y el caso se complica, ya que el juez pide al arzobispado de Granada que no intervenga mientras se procede con las diligencias. En cualquier caso, las dos llamadas del Papa han tenido ya un triple efecto notorio. En primer lugar, corrobora que es el primer pontífice de la historia que descuelga el teléfono para intervenir directamente en ciertos asuntos. O mejor dicho, es el primero cuyas llamadas trascienden de inmediato. Esto es ambiguo, pero no se le debe restar valor en el caso del atroz crimen de la pederastia del clero, la gran lacra de los últimos cuarenta años de la Iglesia, y más por las numerosas maniobras de encubrimiento sobradamente probadas. Francisco ha elevado a un máximo nivel de vigilancia lo que Benedicto XVIya había iniciado unos setenta obispos fueron removidos de su sede durante el pontificado de Ratzinger, aunque el germano lo llevó a cabo con discreción. En esa línea, Francisco quiere dejar constancia inequívoca y pública de que la Iglesia actúa.

En segundo lugar, estas llamadas del Papa funcionan como una señal rotunda para que ningún obispo del mundo tenga la tentación de ocultamiento con el fin torcido de preservar la imagen de la Iglesia. Que intervenga el mismísimo pontífice único superior jurisdiccional de cada mitrado, tiene que imponer mucho. Pero esta última circunstancia tiene otro efecto que puede resultar perverso, pues la directa intervención papal pone en jaque al obispo correspondiente, sobre el que de inmediato pueden surgir sospechas de que no actúa con diligencia. En el caso del arzobispo granadino, Javier Martínez, ya se había granjeado ciertas enemistades por anteriores conflictos de otra índole y ahora pueden argumentar que hasta el Papa le enmienda.