La cuestión catalana ha entrado en crisis por la deslealtad del gobierno catalán, que faltó a la palabra dada en 9N. El relato de los hechos ayuda a comprender lo ocurrido y permite encajar unas piezas con otras.

La historia es la siguiente: la arriesgada intervención pública ante las cámaras del nuevo ministro de Justicia, Rafael Catalá, en vísperas del 9N, consolidó el pacto que habían conseguido los gobiernos de Madrid y Barcelona en torno a la consulta convocada para ese día a través de sus negociadores respectivos (Arriola por el PP y el socialista José Enrique Serrano representaban a Madrid y el político de UDC Joan Rigol, a la Generalitat) y que, en líneas generales, consistía en que todo el protagonismo de la movilización correspondiese a la sociedad civil, es decir, a la Assemblea Nacional de Catalunya (ANC) y a Òmnium Cultural, fuera de los centros docentes y debiendo mantener los políticos una actitud pasiva. De este modo, unos y otros podrían salvar la cara sin que hubiera lugar a la comisión de delito alguno.

Sin embargo, como es conocido, las votaciones se celebraron en los colegios, y Artur Mas, en tono desafiante, asumió la responsabilidad de todas las contravenciones a la proscripción del Tribunal Constitucional y al acuerdo entre los dos gobiernos. Evidentemente, Mariano Rajoy quedaba en evidencia. La irritación de Moncloa fue mayúscula ante tan grave deslealtad a la palabra dada.

Todo ello explica que el Ejecutivo urgiese con la discreción necesaria, claro está la actuación de la Fiscalía, que desde el primer momento vaciló y temió meterse en el vértigo infernal en que finalmente se ha introducido. El delito de desobediencia está muy tasado en el Código Penal, ya que es preciso que exista una norma explícita que obligue expresamente a personas determinadas, lo que no es el caso. De cualquier modo, el fiscal general del Estado, Torres-Dulce, un hombre íntegro con vocación de independencia, ha realizado su trabajo, aunque sin lograr impedir la ruptura de la fiscalía y un nuevo descrédito para las instituciones judiciales: no se puede entender que la junta de fiscales de Sala piense casi por unanimidad que se han cometido varios delitos y que la junta de fiscales de Cataluña crea por unanimidad que no se ha cometido ninguno.

En cualquier caso, Moncloa salva así la cara, aunque el conflicto embarranca en parajes muy ásperos en que cualquier diálogo es imposible. Todo indica, sin embargo, que en un plazo relativamente breve el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) deshará el enredo y abortará el intento de judicialización al inadmitir las querellas la de la fiscalía y la de otros actores que también han tomado la iniciativa.

¿Qué había que haber hecho, entonces, desde Madrid, ante el 9N? Altas instancias judiciales propusieron con anticipación que el Tribunal Constitucional aplicase, al amparo del artículo 155 de la Constitución, una suspensión por 48 horas de algunas competencias de la comunidad autónoma y urgiese el envío de interventores a Barcelona para controlar el 9N el gasto público. De esta forma, se hubiese evitado la politización de la jornada y el Estado hubiera realizado el alarde de fortaleza y sentido de la oportunidad que le hubiera devuelto la iniciativa perdida hace mucho tiempo.

En cualquier caso, el 9N ha enrarecido el conflicto, y de nuevo Madrid observa atónito a Cataluña, pendiente de los movimientos de Artur Mas, que conserva la iniciativa y que puede salir reforzado en cuanto el TSJC aparte la sombra penal que hoy planea sobre su cabeza.