En Cataluña hay unos dos millones de soberanistas partidarios de la independencia (con una participación del 67%, faltarían unos 300.000 más, según el periodista y estudioso Carles Castro, para la mayoría absoluta en un hipotético referéndum), pero, además, hay una mayoría clara, rotunda, de ciudadanos irritados con el Estado, con los partidos españoles, por lo que consideran un maltrato a Cataluña que tendría raíces estructurales.

El malestar suscitado por la conducta del Estado no es sin embargo exclusivo de los catalanes: desde el 15M, sabemos que sectores muy relevantes de la sociedad española están asimismo irritados con la gestión institucional que se ha hecho de la crisis, con los valores que se han exhibido en esta travesía del desierto, con el comportamiento de los partidos políticos y de los políticos profesionales, que se han enfangado con unos grados inadmisibles de corrupción, especialmente llamativa y lacerante cuando tiene lugar en momentos de depresión general en los que hay abundantes situaciones de grave necesidad. De este profundo malestar, que ya ha dado lugar a caídas muy significativas de PP y PSOE en las elecciones europeas y en las encuestas, ha nacido Podemos, que ha efectuado un magnífico diagnóstico de la situación y que propone legítimamente sustituir este sistema, fracasado y corrupto, por otro distinto.

Frente a esta doble reclamación, de los catalanes por un lado y de Podemos por otro, cabe sin embargo una respuesta regeneracionista, distinta por completo de la independencia que proponen los independentistas catalanes y de la disolución cuasi revolucionaria del modelo vigente que propugna la formación de Pablo Iglesias. Se trata de reconstruir, en vez de terminar de demoler, el edificio democrático erigido en 1978, que entonces fue extremadamente funcional y virtuoso y que hoy, aun conservando una extraordinaria envergadura, adolece de síntomas de envejecimiento y de disfunciones que hay que remediar. Todas las constituciones democráticas son actualizadas cada cierto tiempo, sin que haya que reescribir íntegramente la historia.

Pues bien: aceptada la necesidad de este proceso reformista, es fácil llegar a la conclusión de que la regeneración no será creíble si no adquiere cierto carácter constituyente y si no afecta a aquellos elementos del sistema vigente que han quedado claramente obsoletos. En otras palabras, la reforma constitucional no es una posibilidad optativa, como parece creer el Partido Popular (y menos mal que ahora se muestra dispuesto a calibrar la posibilidad de realizarla porque hasta hace poco su negativa era frontal), sino una necesidad inaplazable que no puede eludirse si se quiere sacar a este país de una singular y crítica encrucijada.

El PSOE ha propuesto, como es conocido, iniciar los trabajos en una subcomisión de la comisión constitucional del Congreso, como trabajo previo a la ponencia; en esta fase se delimitaría el alcance de la reforma y las diferentes soluciones mediante la comparecencia de expertos y la petición de informes a órganos constitucionales. El PP ya se ha opuesto a este procedimiento, por más que hubiera sido una buena fórmula para avanzar y salir del impasse en que se encuentra el proceso político, claramente desbordado en Cataluña hace tiempo que el Gobierno central ha perdido la iniciativa y perplejo ante la irrupción de un Pablo Iglesias ya investido del liderazgo formal de su organización, destilando lentamente su programa mientras las restantes formaciones cruzan materialmente los dedos. Pero la propuesta sigue en pie: la reforma constitucional sigue siendo el mejor camino.

La única forma de combatir las inciertas reclamaciones que se formulan desde fuera de las instituciones es regenerando ostensiblemente y con valentía, sin que haya lugar a dudas, el viejo sistema para reparar sus vías de agua y situarlo a la altura de los tiempos y de las circunstancias.