El conflicto catalán derivó, como es conocido, hacia el intento del gobierno de la Generalitat de celebrar un referéndum de autodeterminación. Y aquella pretensión fue encauzada, primero, mediante la solicitud al Estado de la capacidad para convocarlo, que lógicamente fue negada por la mayoría parlamentaria. Después, los partidos soberanistas impulsaron la aprobación de una ley de consultas, a cuyo amparo el presidente de la Generalitat dictó el decreto de convocatoria de un referéndum consultivo; lógicamente, el gobierno de la nación recurrió ambas normas ante el Tribunal Constitucional, y las dos quedaron automáticamente suspendidas al ser aceptados los recursos por la referida instancia. Finalmente, la Generalitat intentó cubrir la jornada reivindicativa del 9N con una acción participativa que fue un remedo de plebiscito con urnas, aunque sin garantías ni controles y por lo tanto meramente simbólico, sin valor jurídico alguno.

Este forcejeo político ya incluyó por tanto en su momento un elemento de judicialización en torno al referéndum; en realidad, el gobierno del Estado no hizo más que imponer la letra y el espíritu de la Constitución frente a un intento secesionista que atacaba directamente el artículo 1.2 Constitución española: "La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado". Pero ahora, tras el simulacro de consulta, se plantea la posibilidad de encausar a quienes lo organizaron, vulnerando hasta cierto punto el mandato suspensivo que recibieron del Tribunal Constitucional y efectuando gastos con dudoso soporte legal. De hecho, se han presentado ante los tribunales de Cataluña una docena de denuncias en las que se acusa a las referidas personalidades de diversos delitos: desobediencia, prevaricación, usurpación de funciones, malversación? Y, como es conocido, en el seno de la fiscalía se ha producido un duro debate entre los fiscales catalanes y el fiscal general del Estado aquéllos no han visto materia penal en el comportamiento de los gobernantes catalanes y éste sí que ha terminado con el apoyo prácticamente unánime de la junta de fiscales de sala a la querella planteada por la fiscalía general. Lógicamente, este debate ha estado estrechamente correlacionado con la polémica política que ha tenido lugar en el ámbito parlamentario e incluso en el interior del partido del gobierno, entre quienes han visto conductas delictivas y quienes han considerado que el rifirrafe ha sido y debe seguir siendo político.

De momento, si se observa el panorama con cierta distancia ética y política, se verá que las instituciones catalanas, dominadas por soberanistas, están acatando sustancialmente las grandes reglas de juego democráticas. Artur Mas se ha encastillado y mantiene una actitud áspera pero no se ha echado al monte (en contra de lo que pretende, desde hace tiempo, ERC, pongamos por caso). Además, los fiscales catalanes, aunque contrarios a encausar a Mas, le han reprendido en el escrito a la fiscalía general del Estado por su "absoluta falta de lealtad al acuerdo constitucional" y por emplear "argucias jurídicas sin precedentes" con tal de sacar adelante la consulta. Por todo ello, parecería razonable cierto comedimiento en los jueces y sus instigadores el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña tendrá la última palabra, que no es otra cosa que la aplicación de las normas, el Código Penal en este caso, con un rigor teñido de cierta magnanimidad.

Porque lo queramos reconocer o no, el problema de Cataluña no se resuelve en una sala de justicia ni inhabilitando a éste o a aquél político insidioso sino buscando con esfuerzo los puntos de convergencia y exprimiendo hasta el límite la negociación. Una negociación en que deberían estar proscritos los artificios jurídicos y las marrullerías forenses.