Rajoy gobierna con una de las mayorías absolutas más holgadas de toda la etapa democrática. Y, sin embargo, no se decide a tomar la iniciativa en la empresa más grave que podría emprenderse: la reforma constitucional. Ha calado la idea de que el conflicto catalán, de un lado, y la amenaza para el sistema establecido que supone la emergencia impetuosa de Podemos, de otro, sólo se resolverán mediante una reforma constitucional que actualice la carta magna y resuelva sus disfunciones, al tiempo que proporcione un acomodo mejor a Cataluña. El PSOE está portando el estandarte de la reforma constitucional (en un sentido federalizante), pero el criterio se ha extendido considerablemente y abarca casi todo el arco ideológico. La mayoría de gobierno, por su parte, ha terminado aproximándose también a esta idea. El propio Rajoy, que se negaba al principio de la legislatura a cualquier reforma constitucional, ha terminado condescendiendo con la receta, pero desde una posición inexplicable: no se niega a debatir la reforma pero sí a ser él quien la enuncie y la impulse. Incluso ha invitado al PSOE a que la concrete para empezar a negociar. ¿Cómo puede explicarse esta indolencia, que pasa por reconocer la necesidad del cambio, sin atreverse a asumir el riesgo ni a llevar el liderazgo de la transformación?