Que el talante de los profesionales de la medicina incorpore también la sonrisa a su quehacer —y es frecuente, no vayan a pensar otra cosa—, cuando la situación así lo aconseja, es siempre de agradecer. Sin embargo, hoy quiero referirme a la que procuran los payasos de La Sonrisa Médica, ONG fundada en Mallorca hace veinte años, la primera en España y declarada de utilidad pública, con todo merecimiento, en 2004.

La enfermedad implica siempre una amenaza que trastoca la perspectiva y deja al albur de imponderables. Y si cuando adultos somos presa de la ansiedad y a veces de una angustia que clama por el alivio, de ser niños quienes precisen de hospitalización, la situación es si cabe más compleja. La disrupción que provoca el ingreso, en un entorno desconocido, provocan una inquietud que se amplifica en los familiares, entramando unas vidas, que se presumían abocadas a la felicidad, con hilos de tristeza. El niño enfermo es una puerta al mundo de las lágrimas; subrepticias a veces, imantadas por las del pequeño, escondidas por no provocarlas… En cuanto al chiquillo, el temor e inadaptación a las agresivas rutinas del hospital se contagian sin remisión. Nunca como en estos casos es tan evidente la diametral diferencia entre los mundos de la salud y el de la enfermedad, y las conexiones se dirían interrumpidas si no fuera por ocasionales hallazgos; uno de ellos se encarna en esa Sonrisa Médica que transmite alegría y, siquiera por un rato, transporta a una dimensión más amable.

La mencionada ONG nació en la isla en junio de 1994 tras conocerla y disfrutarla su fundador, poco antes, en un conocido hospital francés. Le rire medicin, como allí se llama, inspiró el proyecto de Miguel Borrás y sedujo a esa decena de payasos, colorada nariz y apropiado disfraz que con sus comportamientos, trucos de magia y pegadizas canciones, hacen desde entonces más llevaderas a los niños las estancias hospitalarias o la entrada al quirófano. Y por extensión, aligeran la soledad y preocupación de sus familiares. El enfermero aspirino, la doctora cirereta, la supervisora botiquina… Todos esforzados voluntarios en el intento por conseguir, merced a su formación continuada, traspasar su sonrisa a los pequeños y mantenerla siquiera por un rato. La organización, por supuesto no lucrativa, y financiada con donaciones privadas aproximadamente en un 80%, ha conseguido sobrevivir a una crisis que ha arrumbado con otras iniciativas y seguir sin descanso su actividad en los hospitales de la isla.

Se trata de propiciar, sea en las plantas pediátricas de hospitalización, la UCI infantil o el hospital de día, el servicio de urgencias o en el antequirófano, el bienestar de los afectados, adaptándose a sus necesidades y eventuales limitaciones. Y siempre mediante una sonrisa; a veces una risa redentora que puede extenderse a todos los presentes, en sintonía con la que pueda aflorar en ese rostro infantil hasta entonces demandante, serio o lloroso. Porque reír es también distenderse y asomarse por unos instantes a la serenidad que se dejó atrás y con la que se sueña durante el duro trance de variable pronóstico. Y con independencia de una alegría que es medicina de almas, cabe también señalar el mérito de los actores: de los payasos. Porque reír frente a la enfermedad, y hacerlo para traer un algo de felicidad y enmascarar al tiempo la natural compasión vistiéndola con bromas, es un esfuerzo encomiable por trascender los propios sentimientos y convertirse, siquiera por un rato, en alternativa al dolor.

Pero no quisiera terminar la columna sin hacer mención a mi errónea percepción en épocas pasadas cuando, ejerciendo de médico hospitalario, veía pasar a los payasos con cierto escepticismo. Sus ademanes y jolgorio se me antojaban impropios del lugar —convendrá precisar que nunca he asistido a enfermos pediátricos— y los resultados, si los había, prescindibles, toda vez que los niños ya gozaban de compañía adulta que sin duda velaría por su confort. No obstante, a día de hoy, creo de justicia reconocer públicamente lo equivocado de mi opinión. Porque he podido acceder a trabajos de investigación que prueban, fuera de toda duda, que el humor que trasmiten es algo muy distinto a la sonrisa de la desilusión —una asociación inevitable, afirmó en su día el periodista Fernández Flórez— y en nada equiparable.

Todo lo contrario, como demuestran los estudios citados. Y les diré más: el otro día debieron ingresar a mi nieto (16 meses de edad) unos días por un proceso que resultó, afortunadamente, banal. Permanecí algunos ratos en su habitación y nuestro esfuerzo, sumado al de sus padres, por endulzarle aquellas horas, tenía suerte dispar. Sin duda habría celebrado contar con la ayuda de profesionales para conjurar su llanto unas veces y, otras, nuestros apesadumbrados silencios.

Por todo lo anterior, mi sincera felicitación a La Sonrisa Médica por sus veinte años de entrega a niños y familiares. Y junto a ella, mi intención de hacerme socio a no tardar. Porque la solidaridad está necesitada de algo más que palabras.