La gran crisis económica que hemos padecido no ha fortalecido la idea de Europa sino al contrario; ni, por supuesto, la de la Unión Económica y Monetaria. Los ciudadanos golpeados por el crack financiero internacional, obra de desaprensivos que han salido totalmente impunes de su colosal estafa, han podido ver cómo el salvamento de la divisa común obligaba a realizar devaluaciones salariales atroces y a aplicar políticas de austeridad que minaban los servicios públicos, con la consiguiente pérdida de poder adquisitivo y calidad de vida. Los planes de estabilización a los que se ha sometido a los países de la periferia de Europa, muy parecidos a los que en otro tiempo aplicaban el FMI y el Banco Mundial a los países tercermundistas, han dejado exhaustas a las sociedades del Sur de Europa y deprimida a la clase trabajadora de todo el Viejo Continente.

En el caso concreto de nuestro país, la crisis ha sacado a la luz con procacidad los escándalos financieros que una elite detestable había cometido en las cajas de ahorros y otros instrumentos del sistema, con la consecuencia de que todos nosotros, a través de la Hacienda Pública, tendremos que sufragar los 40.000 millones de euros que ha costado el colosal latrocinio. Europa nos ha otorgado el préstamo que asegura nuestra solvencia, es decir, sus inversiones en nuestro país. Pero en ningún momento Alemania y los demás países ricos de la UE nos han brindado la posibilidad de mutualizar la deuda pública, por lo que hemos tenido que pagar durante largo tiempo precios astronómicos por el pasivo que nos ha prestado la comunidad financiera internacional.

En este contexto, se han celebrado las elecciones europeas del pasado mayo, con la particularidad de que era la primera ceremonia de esta clase después de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, que avanza en la institucionalización de Europa y acerca al Parlamento Europeo a los cánones parlamentarios de las democracias clásicas, con división de poderes. Fruto de esta novedad, ha conseguido la investidura como presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker, candidato de los conservadores que ganaron las elecciones. Todo indicaba que en el nuevo Parlamento Europeo tendría lugar una dialéctica política real, que trascendería de concepción burocrática de la Unión que se había desarrollado hasta ahora. Sin embargo, para sorpresa de quienes pensábamos que estábamos asistiendo a un avance democrático, acaba de saberse que Juncker era primer ministro de Luxemburgo mientras este pequeño país, un gran paraíso fiscal, firmaba cientos de ventajosos acuerdos con grandes empresas multinacionales para que tales compañías pudieran radicarse fiscalmente en territorio luxemburgués y pagar unos impuestos de sociedades ridículos „en ocasiones del 1%„, que en todo caso eran detraídos de los países europeos, España entre ellos, en los que dichas empresas desarrollaban el grueso de su actividad. Juncker se ha reconocido "responsable político" de los oprobiosos pactos, aunque no "su arquitecto", por lo que no piensa dimitir.

En otras palabras, los europeos tenemos a la zorra en el gallinero, al promotor de una alambicada y defraudatoria ingeniería fiscal al frente de las campañas contra el fraude. Pero lo más llamativo es que, ante tan desastrosa constatación, los partidos europeos han cerrado filas en torno a Juncker -la estabilidad es lo más importante, se asegura cínicamente- y no se plantea siquiera la dimisión de quien personifica la antieuropa, todo lo detestable de la construcción continental. Son los grandes medios de comunicación „Bloomberg, The Financial Times, etc.„ los que muestran horror e indignación por esta deriva que genera, si cabe, más desafección social de las sociedades europeas hacia las instituciones y que impedirá que el proyecto integrador avance hacia la tan deseable unión política.