Nadie cree que la operación Púnica sea el último capítulo de la historia de los latrocinios perpetrados por quienes deberían dar ejemplo de honradez. Quedan muchas alfombras por levantar y cunde el temor de que aún aparezcan más inmundicias.

Dicen que se concreten propuestas legislativas para desanimar a los sinvergüenzas. Pero, supongamos que las leyes de nuestros políticos garantizaran una honestidad a toda prueba y que los caudales públicos estuvieran sometidos a auditorías externas tan estrictas como las de cualquier empresa. Aunque este ideal sea poco creíble „vistas las cualidades de los políticos que dirigen el país„ aún quedaría mucho por hacer.

La diferencia entre los programas electorales de todos los partidos y la realidad posterior es una forma de corrupción, permanente y sistemática. Durante las campañas, hacen promesas sin cuento y aseguran un futuro idílico. Pero al día siguiente olvidan las promesas y, sin ningún rubor, acometen medidas opuestas.

Todos saben lo que hacen los bancos con quienes no cumplen con la letra pequeña del contrato. De la misma forma en que se denuncia una hipoteca impagada, el incumplimiento de una sola promesa electoral debería implicar la expulsión automática del político mentiroso y el castigo correspondiente. Igualmente, imaginen que pasaría si un médico abandonase a sus enfermos. ¿Hasta dónde llegarían las protestas? ¿Hasta dónde llegarían las sentencias? Un programa electoral, como una hipoteca, debería ser un contrato entre dos partes. De un lado, los ciudadanos que pagan con su voto. Del otro, el político que promete.

¿Por qué quien no cumple literalmente con todos los detalles de un contrato firmado frente a un banco debe ser castigado atrozmente y, en cambio, un político que no cumple el programa prometido, además de quedar impune, sigue en su poltrona. Si los contratos firmados entre personas o entidades privadas y los firmados en un proceso electoral sólo se distinguen en que en unos casos se administra, con un cuidado extremado, el dinero privado y en el otro, con un descuido también extremado, el dinero público.

Es una forma de corrupción tan grave como el robo o el soborno. El que soborna o es sobornado roba el dinero de todos, pero el que incumple una promesa de trabajo, educación o sanidad destruye unas conquistas sociales duramente ganadas y además, causa pobreza, ignorancia, dolor, enfermedad, e incluso muerte.

Esta forma de corrupción debería ser un delito tan grave como el incumplimiento de cualquier contrato y, sin embargo, no recibe la atención que merece. No hay ninguna iniciativa para convertir los programas electorales en contratos de obligado cumplimiento.

Es desolador. O cambian mucho las cosas, o los políticos seguirán siendo unos mentirosos contumaces. Por mucho que digan que hay políticos honestos, no es cierto. Aunque no hayan sido sobornados, ni hayan robado, todos son tramposos desde el momento que han apoyado programas electorales para incumplirlos y para no preocuparse por los incumplimientos de sus camaradas. No hay ningún caso de un diputado que acuse a la dirección de su partido de haber incumplido un detalle „o, como ha ocurrido realmente, la mayor parte„ del programa presentado en la campaña.

Aquí no se salva nadie. Todos saben, incluso ellos mismos, que la mentira es general, sistemática y contumaz. Cualquier tribunal reconocería la disparidad „cuando no la contradicción„ entre lo prometido, explícitamente descrito, negro sobre blanco, en los programas electorales y lo abrumadoramente incumplido.

Lo malo es que, siendo tan clara, parece como si esa forma de corrupción no importase a nadie. Ningún partido ha pensado en una propuesta legislativa para que se pueda exigir ante un juez el cumplimiento los programas electorales. Está claro que la primera parte, el ciudadano, los cumple. En otros tiempos, los votos se vendían y se compraban, literalmente. Hoy, la compraventa es un poco más sutil, pero no menos cierta y el valor monetario de un voto no se discute. En contrapartida, el votante debería tener derecho exigir, ante cualquier tribunal, el cumplimiento íntegro de lo prometido.

Por supuesto que los votantes no tienen interés en leer los programas electorales porque, además de ser aburridamente iguales, saben que son papel mojado. Otra cosa sería si supieran que podían confiar en las consecuencias del contrato a la vez, "la parte contratante de la segunda parte" no tiene ninguna intención en cambiar. Otra cosa sería si se vieran en riesgo de ir a la cárcel.

En conclusión, muchos son ladrones, todos son mentirosos y, por si fuera poco, hacen un ridículo espantoso. ¿Saben la historia de aquel hombre que mató a su padre y en el juicio pidió clemencia porque se había quedado huérfano? Pues bien; tras hacer lo posible y lo imposible para impedirla, el Gobierno dice que la consulta catalana no vale nada porque se ha hecho sin garantías. Casi sería de chiste. Si no diera pena.