Un vecino inglés del barrio de Sant Agustí tiene una perra ejemplar. El animal se llama Moon y es una hembra de pastor alemán de ocho años y pico, más o menos el equivalente humano a la edad del presidente Rajoy, por poner un referente. Resulta fácil encontrarse con Moon paseando junto a Edgar, su amo, cerca de Ca´s Català o en la puerta del supermercado aguantando paciente las caricias y zarandeos de los niños. Digo que esa perra es ejemplar porque es tan obediente como disciplinada y responde a un montón de órdenes a una voz o a un simple movimiento de la mano de Edgar. Se sienta, levanta una pata, echa a correr y recoge un palo, lo suelta, lo esconde, se tumba de un costado o del otro y luego se reincorpora con un chasquido del medio y el pulgar de su dueño. Por descontado que sabe dónde hacer sus necesidades y esperaría a Edgar a la puerta del quiosco durante días o semanas si a su amo no le apeteciera salir del recinto. Incluso acompañaba a la nieta de Edgar hasta la parada de autobús y no regresaba a casa hasta que la niña se hubiera subido al 3 de la EMT, pero esto último dejó de hacerlo cuando un guardia civil le advirtió de que el animal no podía andar solo por la calle; Edgar fue policía en Liverpool y es muy respetuoso con las ordenanzas municipales. Una vez se me ocurrió preguntarle la cosa más estúpida que se le pueda preguntar al propietario de semejante ejemplar y me respondió, muy amablemente, que los perros enseñados a atacar a las personas u otros animales ya no saben hacer nada más, sólo sirven para eso. En eso los perros son iguales que los humanos. Puede pasar el gato más feo del mundo por delante de los hocicos de Moon y la perra no hará ni el más mínimo amago de abalanzarse sobre el felino. No se sabe si Moon es buena por naturaleza o si tiene una predisposición genética más bien ligera y no lo sabremos nunca; ni falta que hace, porque la perra de Edgar tiene educación y, con ella, un conjunto de férreos, prácticos e incorruptibles principios que dan absoluta confianza y seguridad a quien se cruce en su camino.

María trabaja en la caja del supermercado donde realizo una compra mensual y a menudo coincido con Edgar. Así como en las recepciones de los hoteles de algunas importantes compañías todo el personal es masculino, en las grandes superficies que abastecen nuestra despensa sólo nos atienden mujeres, pero ese tema no viene al caso, así que lo comentaremos en otra ocasión puesto que también merece la pena. María me da las buenas tardes y sonríe cuando paso la compra, ladeando su cabeza discretamente y cambiando su semblante al de una seriedad relajada cuando tecleo los cuatro dígitos de mi tarjeta de crédito, después me da las gracias y atiende al siguiente cliente. Además de tratar a la clientela con exquisita amabilidad, María jamás ha metido la mano en la caja para llevarse ni cinco miserables euros a su bolsillo, a pesar de que cobra un sueldo que sólo Rajoy y sus adláteres se atreven a considerar como decente y suficiente. María parece una buena persona y honrada trabajadora, pero esto no lo sabremos nunca con certeza: una cámara de vigilancia que jamás parpadea enfoca la caja con el dinero que manipula María durante toda su jornada y ella lo sabe. La honradez de María será siempre una duda porque el ojo que todo lo ve impide emitir cualquier juicio.

Hagamos un sencillo experimento. Son muy pocas, poquísimas, las mujeres que ocupan altos cargos directivos, de modo que vamos a cambiarle el sexo a María y a aumentarle el sueldo multiplicándolo por 30. Ahora tenemos que proveer al sujeto resultante de una tarjeta de crédito para dietas, no sea cosa que debamos reajustarle el sueldo de nuevo. Por último y, lo más importante, démosle de puntapiés a la cámara de vigilancia hasta dejarla inservible. El resultado ya lo conocemos todos, María es ahora un niño mal criado, viciado e irresponsable; la punta de un iceberg que ha sido el caso de las tarjetas opacas lo ha demostrado con creces. No solamente ha habido sólo 4 de los 86 tarjeteros que no han hecho mal uso de la opacidad, sino que el resto ha gastado a mansalva en lo que son las playstations de los mayores, es decir, en chorradas. Algunos de esos críos están tan forrados que han podido devolver centenares de miles de euros al día siguiente de haber sido sorprendidos, una cantidad que María no cobrará en toda su vida de cajera. El más pueril de todos ellos, y también el más popular por la cantidad de cargos públicos de enorme responsabilidad que ha ocupado y por los estragos que ha causado y por su perenne continuidad a pesar de todo, se ha atrevido a afirmar que todo lo que hizo era legal. A estas alturas no se le puede pedir a este individuo, sea cual sea su naturaleza de origen, que cambie, y menos exigirle una educación y unos principios a la altura de la perra Moon, así que no se me ocurre otra cosa que recordarle al señor Rato que, tirando por supuesto de una tarjeta de crédito a cuenta del erario público, si compra un billete en primera clase para él y otro para su esposa y si además atina bien el destino, al llegar a puerto podrá azotar a su señora en las nalgas con una vara hasta que su resuello le diga basta. Y todo dentro de la más absoluta legalidad, si es eso todo lo que le preocupa. No sabemos si el señor Rato tiene una predisposición genética sana o perversa, pero a estas alturas puede resultar muy peligroso cruzarse en su camino.