Hay maneras y maneras de acceder al poder. Obama lo hizo de tal forma que se convirtió en el único político de la historia capaz de recibir un premio Nobel de la Paz por ganar unas elecciones. A dos años de finalizar su segundo mandato presidencial, recuerda al último Gorbachov de hace dos décadas: un mito fuera de su país con la imagen triturada ante sus electores. Y luego está Hollande, que accedió al Palacio del Elíseo con el encargo histórico de refundar la izquierda europea en mitad del vendaval liberal. En sólo dos años y medio, la evolución de su popularidad recuerda al récord de salto en paracaídas de Félix Baumgarther, que descendió en caída libre 39.000 metros en poco más de cuatro minutos. Para cerrar la semana de pasión de la izquierda, el elefante de Podemos irrumpió en la cacharrería del CIS poniendo patas arriba toda la cocina, y aún resuena en los medios de comunicación el estruendo metálico de ollas y sartenes demoscópicas rodando por los suelos. En sólo unos días, el libro de recetas de la última encuesta de intención de voto que hemos conocido tiene más interpretaciones que el Corán, y algunas son tan sangrientas para PP y PSOE como las que hace el Estado Islámico sobre las palabras del profeta. Pero el despiece de los dos grandes partidos en España contiene análisis que trascienden la corrupción y la crisis económica.

El proyecto de carnicería electoral en Europa, que en cada país ha adoptado diferentes formas (ultraderecha, populismos o movimientos xenófobos) se comenzó a gestar con el abandono ideológico de la izquierda, que se ha visto atropellada por el Zeitgeist de la modernidad, el espíritu del tiempo. Raffaele Simone, destacado ensayista y filósofo de la izquierda italiana, lo ha descrito de manera muy gráfica: como un corresponsal de guerra inexperto, en el momento que estalló la crisis económica y de valores, la izquierda llegó tarde al teatro de operaciones, cuando ya hacía rato que se habían retirado las tropas y allí no quedaba nada que describir. Y añade que el socialismo no ha producido una sola idea sólida desde la construcción del estado del bienestar, concepto plenamente asumido por el liberalismo europeo. Es decir, mientras la derecha civilizada ha adoptado de una u otra forma la defensa de unos servicios públicos básicos, gratuitos y universales, el respeto por el medio ambiente o la garantía de los derechos de las minorías, por citar algún ejemplo de construcción ideológica progresista, la izquierda ha sido incapaz de reinventar conforme a los tiempos ese patrimonio de ideas y valores compartidos que constituye la mentalidad colectiva.

Massimo D´Alema, el primer jefe de gobierno en la Unión Europea de orígenes comunistas, dijo que si el liberalismo había derrotado al comunismo es porque tenía un núcleo de verdad. Frente al irresistible encanto de la libertad individual, que aumenta proporcionalmente con el nivel de formación y cultura de los individuos (otra aspiración del viejo socialismo, que por lo visto lo conduce a su autodestrucción), la izquierda global ha ido desplazando su discurso hacia cuestiones realmente pintorescas. Su simpatía acrítica con la causa palestina, un garantismo extremo en los asuntos judiciales, un enfoque culpable de la seguridad y la represión de conductas antisociales, o un planteamiento utópico sobre la inmigración, son algunos síntomas del buenismo, la enfermedad que ha conducido hasta el coma ideológico a la izquierda moderna y no autoritaria, y ha contribuido al desarrollo de un populismo que no resiste dos preguntas sensatas, pero que triunfa en las encuestas.

Los estragos de esa actitud pasiva, ingenua y bastante obtusa de esa socialdemocracia aletargada comienzan a verse ahora. El socialismo asociado a una arcadia feliz se ha comportado como una mala maestra, incapaz de reprender a sus alumnos descarriados. La desaparición del culto a la firmeza ha permitido que florezca un radicalismo amable capaz de velar una realidad irrefutable. El comunismo da miedo, no porque la propiedad de los medios de comunicación se encuentre en manos del capital privado, sino por su experiencia histórica. Pero no aprendemos.

Podemos atrae a personas que nada tienen que ver con sus últimas metas, ni con su visión de la sociedad. Como explica Simone, son "gentes atraídas por todo aquello que resulta paradójico y revolucionario, por un vago deseo de unidad y de fraternidad universal". A estos votantes George Simmel los definió hace más de un siglo como "socialistas de peluquería". Lo que está ocurriendo ahora demuestra que esa gauche divine no constituye un fenómeno sociológico esporádico, sino que es una de las formas históricas de la izquierda. La izquierda que durante el siglo XX participó en la alternancia democrática, y que junto al liberalismo contribuyó al desarrollo de sociedades más libres, y a la igualdad de oportunidades de sus ciudadanos, se quedó instalada en la vieja barbería de navaja y tinte chorreante, mientras los clientes optan hoy por vendedores de crecepelo disfrazados de modernos estilistas.