Los cambios son tan vertiginosos que nadie se acuerda de la Europa de principios de siglo. La llegada del euro anunciaba una época de crecimiento y confianza, a pesar de las dificultades del momento. Los precios de las empresas cotizadas en bolsa se encontraban en máximos históricos, con la burbuja tecnológica el "nuevo paradigma", ¿se acuerdan? enriqueciendo a los inversores más audaces (o a los más irresponsables). Italia salía lentamente, aunque no impoluta, de las heridas causadas por la "tangentópolis". En aquella coyuntura, el primer ministro Romano Prodi un técnico de prestigio continental no quería entrar en la moneda única, sino que soñaba con una Italia fuera del euro, orientada hacia la exportación de bienes gracias a un favorable tipo de cambio de la lira: una Italia fuerte debido a sus productos de saldo. España, en cambio, no entró en el juego y con su decisión forzó el ensanchamiento geográfico del euro, del núcleo central de la UE a la periferia: Grecia, España, Portugal, Italia, Irlanda?, a los que, años más tarde, los pulcros países del norte tildarían de PIIGS "cerdos", como antes se nos apodaba the garlic belt, "el cinturón del ajo". Una década más tarde, cabe preguntarse cuánto hubo de improvisación en la puesta en marcha del euro. Durante los años de pretendida grandeur, España se pavoneaba de ser la potencia emergente del Mediterráneo, el socio serio y responsable que ya no olía a ajo, el pujante spanish bull que copaba las portadas de los medios anglosajones y reconquistaba los mercados latinoamericanos. Como en un poliedro, Roma miraba con envidia a Madrid, Aznar aprendía inglés en Texas, se sellaba el nuevo orden mundial en las Azores y Alemania digería con dificultad la absorción de sus compatriotas del Este. Y, a la vez, tomaba nota y callaba. De forma soterrada, la revuelta de las elites estaba ya en marcha. Su lema es que el dinero de cada uno se quede en casa. Las sociedades inseguras y cansadas adoptan medidas defensivas que buscan preservar sus privilegios.

La década inaugural del euro fue la gran década perdida de la democracia española. Años de bonanza y de dinero fácil, de optimismo multinacional y social. Ahora, con la deconstrucción puesta ya en marcha, se descubre un fresco de corrupción institucional y de irresponsabilidad política y empresarial. El dinero fácil, unido al monopolio de las clases extractivas, facilitó la forja de grandes fortunas sin que hubiera un correlato en la productividad del país. Algunos economistas mediáticos hablaban de Florida como modelo a imitar: turismo, inmobiliaria y tercera edad. Una alta especialización sin apenas valor añadido. De forma paralela, la calidad de las políticas públicas no mejoró de modo significativo: sólo se encareció. No se tomaron medidas en el mercado laboral ni en el de las pensiones; no se introdujeron criterios de competencia, sino que se protegieron los intereses gremiales de los colegios profesionales; no se atajó suficientemente el fraude fiscal ni se racionalizaron las subvenciones o las infraestructuras. Las políticas de empleo, en manos de los sindicatos y de la patronal, se convirtieron en agujeros negros de corrupción, al igual que las politizadas cajas de ahorro. Las empresas del IBEX 35 se beneficiaban del BOE y del palco del Bernabéu, metáfora de un capitalismo de amigos. No se modernizó, en definitiva, el sistema educativo ni se apostó por el tejido industrial.

Una década perdida cuyos efectos se prolongan en la siguiente. El presente ofrece pistas de futuro a menudo engañosas. En el 2000 apenas se hablaba de Rusia y China seguía estando en el horizonte como una potencia emergente, pero no determinante. El vínculo atlántico (EE UU-Reino Unido-España) pesaba más que el del Pacífico o que el europeo. Algunos países en crisis (Alemania o Suecia) reflotaron con suficiencia. Otros, como Italia o Francia, prosiguen su vía dolorosa con destino a la irrelevancia. Alemania dicta las órdenes. Una España hundida en el desprestigio aspira a ser de nuevo el alumno ejemplar. En Francia, Manuel Valls da por muerto el socialismo clásico. El populismo vende la idea de una Unión fracasada, en manos del gran capital y poco democrática. Resurge la tentación del aislamiento, del proteccionismo nacional. Orgullosa de su pasado, Europa empieza a ser una realidad provinciana. La España de Rajoy, el Procés y Podemos constituyen el mejor exponente de este fracaso.