Está en boga en los círculos gubernamentales una curiosa teoría que afirma que los problemas educativos españoles no son un problema de dinero. Para avalar esta tesis, se afirma que, según datos del propio Ministerio de Educación, el gasto educativo de las administraciones públicas aumentó un 76% entre 2001 y 2011 y en ese período se duplicaron las becas y se incrementó un 43% el gasto total medio por alumno. Y, sin embargo, no conseguimos salir de los últimos lugares en los rankings internacionales de calidad, al tiempo que tenemos los índices más altos de fracaso y abandono escolar.

Zapatero elevó la inversión en educación desde el 4,30% del PIB en 2004 al 5,07% en 2009, y desde ese año no ha dejado de caer. Hasta el 4,60% en 2012, el 4,58% en 2013 y el 4,37% (previsto) en el año en curso. En 2015 la inversión en este servicio público será del 3,9%, según el compromiso del Gobierno con Bruselas. De momento, se habrían perdido unos 7.000 millones de euros anuales con respecto al momento de máxima inversión, lo que ha representado la pérdida de 20.000 becarios entre 2011 y 2013 y la reducción de las plantillas de enseñanza no universitaria en unos 24.000 profesores en dos años. En el contexto europeo, en el año 2011, España invirtió el 4,86% del PIB cuando la media de la UE de 28 países fue del 5,25%. Nuestro país quedó en el lugar 19, a gran distancia del primero, Dinamarca, con el 8,75% y por detrás de todos los países grandes de la Unión.

El nuevo secretario general del PSOE ha propuesto, entre otras medidas, elevar el gasto educativo por encima de la media de la UE -hasta el 7% del PIB en ocho años-, y ha pedido un pacto al Gobierno para conseguir "la estabilidad" educativa. Además, ha asegurado la derogación de la ´ley Wert´, séptima de la democracia, que, como todas las anteriores, se aprobó sin consenso.

Frente a esta toma de posición, fuentes del PP -la secretaria nacional de Educación, Sandra Moneo- han aducido la mencionada teoría según la cual no hacen falta más recursos en el sistema educativo. Aunque finalmente ha terminado reconociendo que "puede que haya que invertir más en función de las necesidades de los ciudadanos, pero tan importante es invertir más como invertir mejor".

El debate entre partidos suele ser con frecuencia bizantino, pero en este asunto debe haber una dificultad especial porque, como se ha dicho, nunca en democracia se ha conseguido estabilizar el modelo, algo que sí han hecho casi todos nuestros vecinos europeos. Y, como casi siempre ocurre en esta clase de disquisiciones, las dos partes tienen su cuota de razón: es de sentido común que debe hacerse un esfuerzo presupuestario para resolver la más grave deficiencia estructural de este país (y para encarrilar la solución de un desempleo también estructural), pero también lo es que hay que acordar un modelo estable, perfectible y duradero que supere sin problemas las alternancias políticas.

En este comienzo de curso estamos asistiendo, una vez más, al desconcierto de la implementación de un sistema nuevo -nuevos métodos, nuevos libros, nuevos horizontes- que no tiene ni mucho menos asegurada la supervivencia más allá de esta legislatura. Los políticos deberían sentir pudor en el futuro cada vez que se sientan tentados de sacar adelante otro modelo unilateral, fungible y destinado al fracaso.