El profesor de Economía José Barea se ha muerto al mismo tiempo que salía en libertad en París el broker Jérôme Kerviel, que hizo perder a su banco 4.900 millones de euros en operaciones especulativas fraudulentas. Hay veces en que las noticias parecen ponerse de acuerdo para explicarnos el mundo en que vivimos. El profesor Barea tenía 91 años y pertenecía a la época en que la economía era aún una ciencia humana, porque manejaba cantidades inteligibles y conceptos que podían medirse a la escala de una mente racional. El broker Kerviel, en cambio, tiene 37 años y pertenece a la época en que la economía se ha convertido en una variante de las ciencias ocultas, ya que opera con tal cantidad de datos y mueve unas cantidades tan inconcebibles de dinero -o de lo que sea- que no hay inteligencia humana que pueda controlarla.

Dicho de otro modo, el profesor Barea pertenecía a la época en que el capitalismo era aún un sistema humano: los trabajadores de una fábrica tenían rostro para sus directivos, los empresarios tenían una cierta idea de quiénes eran sus trabajadores, y a algunos incluso los conocían por el nombre de pila y sabían cuántos hijos tenían, y los ejecutivos sabían que sus decisiones empresariales iban a afectar a un número concreto de personas, por lo general padres de familia con hijos a cuestas. Pero en la época de Kerviel, la que se inició en los años 90 del siglo pasado, todo eso ha desaparecido. Ahora los ejecutivos y los brokers actúan como drones no tripulados que sobrevuelan un territorio que no conocen ni del que quieren saber nada. Sean cuales sean las decisiones que tomen, nunca verán a los trabajadores o a los ahorradores a los que afecten sus operaciones especulativas. Y hagan lo que hagan, jamás tendrán que enfrentarse con los trabajadores a los que alguien más tendrá que despedir -siempre hay un pobre diablo al que se le encarga esa tarea-, igual que jamás llegarán a tener noticias de ahorradores que lo han perdido todo o que han sido afectados por una quiebra o una ruina empresarial. Por no saber, estos ejecutivos ni siquiera saben a quién afectan las operaciones que traman en fracciones de segundo en sus teclados de ordenador o en sus llamadas vertiginosas por teléfono. En su mundo sólo hay cifras misteriosas, siglas incomprensibles, nombres extraños que nada significan para alguien que no viva en su mundo donde se considera que ganar 300.000 euros al año es una vergüenza, ya que debes ganar el doble si no quieres que tus compañeros de oficina te miren con desdén por ser un pringao.

Como es lógico, en el mundo de Kerviel no existen las palabras lealtad o deber o conciencia. En apenas un año hizo perder a su banco 4.900 millones de euros, que intentó ocultar hasta que fue descubierto. Fue condenado a cinco años de cárcel, pero ahora ha sido puesto en libertad condicional después de haber cumplido sólo tres meses de condena. Como es natural, Kerviel se considera una víctima y echa las culpas al banco y a sus jefes. Antes de entrar en prisión, emprendió una peregrinación a pie desde Roma a la frontera francesa para denunciar la "tiranía de los mercados", y luego fue a visitar al papa porque decía haberse arrepentido. Como es natural, todos estos hechos fueron publicitados de mil maneras diferentes, y la opinión pública empezó a considerarlo un héroe en vez del villano que en realidad había sido. Y tanto Marine Le Pen -en la extrema derecha- como la izquierda más radical lo considera tan sólo un cabeza de turco al que se ha acusado injustamente, ya que los verdaderos culpables son los bancos y su capitalismo de casino.

En el otro extremo estaba el profesor Barea, que fue nombrado secretario de Estado por Aznar, en 1996, para que cuadrara los presupuestos, pero sólo duró dos años en el cargo. ¿Por qué? Porque empezó a decidir todo lo que los políticos no querían oír, hasta que un día alguien le señaló la puerta. De hecho, Barea predijo la burbuja económica y todo lo que ha pasado después, sólo que nadie le hizo caso. Justo lo contrario de Kerviel -y de los políticos que se han comportado de una forma similar-, Barea se consideraba un trabajador público que estaba al servicio del país y que se negaba a cobrar otras retribuciones que no fueran su modesto salario de funcionario. Pero Barea ha muerto y el joven Kerviel ha quedado en libertad. Una muestra más del mundo en que vivimos.