Cuentan que en los tiempos dorados de la isla hubo en el Paseo del Born algunas terrazas de categoría. Fatalmente fueron desapareciendo bajo la picota, reemplazadas por otro tipo de comercios que rara vez estuvieron a la altura. Todos los intentos de recobrar aquel esplendor terminaron en fracaso, y por fracaso también entiendo la oferta hostelera actual. Que no me gusta. Pero el gran espíritu del Born es como la energía, que no se destruye sino que se transforma. Y cuando todo parecía perdido ocurre algo así como un milagro. De pronto se rehabilita un noble edificio del paseo, se construye en su interior un hotel boutique, "Can Alomar", y se abre un restaurante con dos espléndidas terrazas en la planta superior. Gracias a ello, la gran terraza del Born, aquella por la que muchos suspirábamos, no se encuentra ya en la calle sino en las alturas. Cerca del cielo.

Esta misma semana he podido disfrutarla con una amiga de siempre, la escritora Ángeles Cabré, que vino a hacernos una visita. Mujer sensible, culta, encantadora y de gustos delicados, había oído hablar mucho del hechizo de Palma. Pero no podía imaginar, ni nosotros tampoco, el placer de cenar contemplando las copas de los árboles del Paseo. Una cena excelente, por cierto, basada en el recetario del Mediterráneo y del Pacífico. Luego todo se explica. La iniciativa corresponde a Miguel Conde, el joven empresario que está dando un nuevo aire a rincones señoriales de la ciudad con un objetivo harto difícil: borrar el polvo sin destruir la magia del tiempo. Este reto exige indudablemente dinamismo, audacia, buen gusto y modernidad. Y eso es lo que reconocimos al entrar en el restaurante del hotel y avanzar por el elegante salón que conduce a las terrazas. Mujer de mundo, Ángeles nos vino a decir que todo aquello era comparable a París, Milán, Londres o Nueva York. Pero que la gracia del asunto residía en que esas terrazas abiertas al público estuvieran precisamente aquí, en Palma. Y podamos disfrutar a fondo de ellas.

Durante la sobremesa imaginamos lo mucho que habrían gozado algunos grandes con los encantos del lugar. Agatha Christie habría tramado alguna intriga novelesca frente al telón impecable de la arboleda; Orson Welles habría bebido a gusto una botella entera de coñac; Cole Porter le habría cantado al dueño "You are the top", y Ava Gardner habría lucido hasta el fin de la noche su rotunda e incontestable belleza. Nosotros no llegamos a tanto, claro, pero seguimos charlando acerca de la importancia de las formas, el gusto por el detalle, la buena conversación o el peso de la cultura. En cierto momento nos preguntamos por qué los necios se empeñan en despreciar esas sutiles formas de felicidad, es decir, por qué renuncian a ser personas completas. Y no hubo respuesta satisfactoria. Bastante teníamos con lo nuestro, recibir la ligera brisa marina a la luz de las velas, celebrar que seguíamos vivos, y pedir el imposible de que aquello no se acabara nunca.