Es sabido que Montoro no destaca por la finura dialéctica. Su facundia, de trazo grueso, no valdría para la esgrima verbal. El martes, en pleno inicio del curso parlamentario, arremetió contra Jordi Pujol a cuenta del fraude fiscal reconocido por el expresident de la Generalitat y que ha supuesto el final de un falso mito. El ministro de Hacienda acudía al Congreso para ofrecer información; sin embargo, el tono moralizante de su discurso le sirvió para acusar al independentismo catalán de connivencia con la corrupción institucional. No niego la mayor „el famoso 3%„, pero sí creo que se trata de un error táctico del gobierno. Si la estrategia de Rajoy ha sido mantener un perfil hipotenso ante la deriva soberanista, el mitin parlamentario del ministro sólo se explica desde el argumento del difícil año electoral que se avecina. Los sentimientos son imprevisibles y no conviene acudir a retóricas maniqueas, sobre todo cuando nadie está libre de culpa. Dejemos que las instituciones del Estado „la Fiscalía, la Judicatura, Hacienda„ hagan su trabajo con diligencia, sin que los políticos interfieran con juicios ideológicos previos. Es lo sensato y lo inteligente. Una vez más se demuestra que la demagogia es la política vacía. Y aquí abunda en exceso.

El equipo económico del gobierno tiene además otros problemas mucho más acuciantes. Para empezar, el endeudamiento público por encima del 100%, un déficit todavía disparado y una tasa de paro sin justificación posible. El mileurismo, unido al trabajo precario, instaura un escenario en el que el crecimiento de la demanda resulta poco creíble. A pesar de la recuperación, el contexto internacional amenaza con arruinar los progresos de los últimos meses. Sin oxígeno exterior en forma de exportaciones ni acceso rápido al crédito, el aletargamiento se impondrá de nuevo. La prevista rebaja de impuestos llega como eslogan electoral, bajo el disfraz de la respiración asistida. ¿Será suficiente para impulsar el consumo? Cabe dudarlo.

Y ahora, como un Ébola devastador, surge la posibilidad de la deflación, lo que seguramente implicará la puesta en marcha de medidas más agresivas por parte del BCE y, tal vez „sólo tal vez„, cierto relajamiento en las políticas de austeridad. La deflación, ese gran miedo con apellido japonés, intensificaría el cóctel del hiperendeudamiento, el envejecimiento demográfico y la debilidad en la demanda, que atenaza al Viejo Continente. Las dos largas décadas de estancamiento en el País del Sol Naciente nos recuerdan que nunca dos situaciones son idénticas, pero que el riesgo de contagio existe. En la UE, la inflación bordea el 0%. En España, ya llevamos unos meses en terreno negativo. Nos encontramos ante el debate económico de los próximos meses, a pesar de que el euro „finalmente„ ha comenzado a caer, en beneficio del sector exportador. De importancia crucial serán los stress tests al sector bancario, cuyos resultados conoceremos en noviembre. Hay que señalar que la solidez de la banca constituye el paso previo a la financiación de empresas y particulares. Si se solventara de modo positivo „como parece que es el caso„, la recuperación cogería fuelle. Los mercados están a la expectativa.

De todos modos, la realidad no siempre casa con los indicadores. La inflación entra en negativo a la vez que no paran de subir los productos básicos. Llega septiembre y, con el inicio de curso, se redondean al alza los precios de la vuelta al cole. La alimentación y la electricidad siguen en máximos, castigando a los parados y a las rentas bajas y medias. No hablemos de los impuestos ni de los precios marcados por los pseudomonopolios. España dista de ser un país eficiente. Mientras Montoro embiste contra la campaña catalana nos olvidamos de las reformas necesarias. Hay que pensar que queda mucho por hacer, si no queremos vegetar otro lustro en tierra de nadie. Y me temo que los mítines, fuera de campaña, sirven de poco.