La alegría con la que en los círculos de poder madrileños se reciben las noticias que van llegando de las tribulaciones de Artur Mas y CiU debería guardarse para ocasión más propicia. Es verdad que el destape de las múltiples corrupciones de la familia Pujol a lo largo de casi tres décadas ha abierto en el secesionismo una considerable vía de agua. Además, la deserción de Unió, el partido de Duran i Lleida, que se ha pasado la vida viviendo a expensas de Convergència, pone más plomo en las alas del presidente de la Generalitat, que, simplemente, no sabe cómo librarse de la trampa en la que se metió para ver si conseguía desviar la atención de su desastrosa gestión de gobierno. Ni una cosa ni otra. A menos de un mes de la Diada y menos de tres del nueve de noviembre, Mas y su partido son juguetes rotos. Los ha hecho trizas la impostada confesión de Jordi Pujol. Están a los pies de los caballos. No son ya protagonistas de nada. Eso es lo que debiera preocupar en Madrid, en los estados mayores de PP y PSOE.

El desfallecimiento de Convergència, la deserción prevista de Unió, sitúa a Esquerra Republicana en el eje de la política catalana. A los independentistas de Oriol Junqueras les basta con esperar que Artur Mas reconozca su colosal fracaso, lo que sucederá cuando el nueve de noviembre se constate la imposibilidad legal de celebrar la consulta, para que se le abran de par en par las puertas del Palau de la Generalitat. Oriol Junqueras, si los dioses no lo remedian, y hasta ahora no parecen estar muy dispuestos, sino más bien disfrutando con el desquiciado espectáculo, será el nuevo presidente de Cataluña; entonces sí que en Madrid habrá sobradas razones para preocuparse de verdad. Con Junqueras instalado en la Generalitat, el desafío independentista adquirirá la verosimilitud que Mas no es capaz de otorgarle. De ahí que no se pueda compartir el entusiasmo con que muchos acogen las penurias de quien, en el fondo, lo que pide es un poco de compresión para ver si consigue salir sin excesivos daños del campo de minas en el que insensatamente se ha adentrado.

Lo que merece espacio propio es lo de Unió. Duran i Lleida, su máximo dirigente, es el inigualable prototipo de político capaz de exhibir la mayor desvergüenza y el imprescindible cinismo para no apearse del cargo. Duran es el arquetipo del dirigente democristiano, siempre dispuesto a poner una vela a Dios y otra la diablo, al tiempo que predica la honestidad y la decencia en la vida pública. Recordemos: Unió es un partido al que los jueces han acreditado prácticas corruptas en sentencia firme. Dijo que si tal cosa sucedía, presentaría la dimisión. No lo ha hecho ni lo hará. Su abandono del cargo de secretario general de la federación de CiU es meramente táctico. Está en contra de la consulta, pero no se atreve a romper con Convergència, porque teme desaparecer si Unió se presenta en solitario a las elecciones. Duran proclama su falsa solidaridad con los promotores de la consulta, pero no abandona la presidencia de la comisión de Asuntos Exteriores del Congreso de los Diputados, lo que le posibilita viajar por el planeta con pasaporte diplomático español. Junto a Josep Antoni Duran i Lleida hay en Unió una colección de sedicentes nacionalistas: Joana Ortega, la vicepresidenta de Mas, o Joan Rigol, expresidente del Parlament y de unos de los organismos creados para impulsar la consulta, que vuelcan todo su esfuerzo en abortarla. Unió es un partido parásito. Nunca se han entendido las razones por las que Convergència lo ha mantenido artificialmente con vida, cómo ha permitido que un intrigante como Duran haya podido hacer carrera a su sombra. Las hipócritas palabras dichas por el líder de Unió sobre Jordi Pujol confirman la clase de personaje en que ha devenido el democristiano, el hombre que nunca perdonará al expresidente de la Generalitat que no le permitiera ser ministro de Asuntos Exteriores con Felipe González o José María Aznar. Sus múltiples corrupciones le importan un bledo. En Unió las tienen asumidas como marca de la casa.

La forma en que se plasmará el nuevo mapa político catalán será fascinante. Estamos a meses de ver a Convergència laminada por el electorado, cómo se queda con menos de treinta diputados cuando apenas un par de años atrás rozaba la mayoría absoluta. Al tiempo, sabremos cuál es la real incidencia de Unió, a la que Duran trata desesperadamente salvar de la extinción creando un ectoplasma de imposible definición que ocupe "la centralidad", ese espacio que, en sus manos, no es otra cosa que la posibilidad de estar en el gobierno, con quien sea, pero en el gobierno. Sabremos qué queda de socialistas y populares, los dos partidos que han sido sostén del régimen constitucional, y, la gran novedad, hasta dónde llega la emergencia de Podemos. Descontado queda que ERC será la primera fuerza de Cataluña. Lo que está ya muy claro es que tras las elecciones nada volverá a ser igual. Un dato que conviene no pasar por alto: Cataluña suele anticipar, con bastante exactitud, la magnitud de los cambios que después se operan en el conjunto de España.

Cuando liquidamos agosto, diluyendo esas extrañas vacaciones, la aparente fragilidad del proceso secesionista catalán, su supuesto encallamiento, no son tales, sino que estamos asistiendo a la impagable escena de cómo un presidente de la Generalitat en ejercicio no tiene otra alternativa que la de ceder el testigo a quien sigue aguardando tan paciente como inteligentemente la oportunidad de acceder al mando del proceso, poniendo al cobro los considerables réditos adquiridos. El apesadumbrado lamento de Artur Mas al decir que los "marrones" se los comía enteros él y su Gobierno, es la mejor constatación que el proceso irresponsablemente abierto, se lo ha llevado por delante. Pero el proceso sigue y no serán otros nueves de noviembre, como reclama Joana Ortega, desde el primer momento en fuera de juego posicional, los que marquen la pauta. Es el próximo nueve de noviembre el que decide cuándo Oriol Junqueras accede al Palau de la Generalitat. Lo que vaya a venir a continuación está por verse.