El pulso entre Cataluña y Madrid está estabilizado en la incomunicación. Artur Mas persiste en la intención ambigua de celebrar el referéndum "legal" de autodeterminación el día 9 de noviembre, aunque nadie sabe cómo podrá ser eso si el Parlamento español rechazó en abril una proposición de ley del Parlament de Catalunya en la que solicitaba la delegación de la facultad de convocar referéndums consultivos que el artículo 92 de la Constitución atribuye claramente al Rey, mediante propuesta del presidente del Gobierno previamente autorizada por el Congreso de los Diputados. Es conocido que la cámara catalana se dispone a elaborar una nueva ley de consultas pero toda iniciativa que colisione con el precepto constitucional será rápidamente llevada ante el Tribunal Constitucional, que la paralizará. Rajoy, por su parte, legítimamente molesto por la convocatoria unilateral de Artur Mas, ya con fecha y pregunta cerradas, se niega a mantener un diálogo sobre el encaje institucional de Cataluña en el Estado en tanto persista la provocación catalana.

Ambas partes no tienen, evidentemente, plena autonomía: con independencia del gran poder social que han acopiado las organizaciones espontáneas que han abrazado la causa de la independencia, es claro que Mas ha caído en la trampa de ERC, la organización que ha muñido la carrera secesionista sin entrar en el Gobierno „y sin sufrir ni el desgaste de la crisis ni el que produce la posición difícil de CiU en su papel institucional„: a estas alturas, tras admitir el respaldo republicano, sería muy difícil para los convergentes cambiar de opinión. Y podría suponer para ellos una gran catástrofe electoral. Rajoy, por su parte, tiene sobre sí, además de las constricciones constitucionales que son bien concretas, la presión de sus barones territoriales, que ven con preocupación cómo cualquier ventaja material que pudiera concederse a Cataluña supondría una merma de algún tipo para sus territorios.

Así las cosas, es evidente, a las puertas del gran período vacacional que durará hasta primeros de septiembre, que muy difícilmente se moverá algo en el conflicto catalán hasta entonces. La rentrée se dará de bruces con las vísperas del plebiscito, ya sin apenas tiempo de negociar y mucho menos de reflexionar en torno a esa anhelada tercera vía que no puede ser más que una reforma constitucional que consagre los derechos históricos, blinde las competencias culturales y educativas y „en un plano multilateral„ reestructure la financiación autonómica en términos aceptables para todos.

Mariano Rajoy es renuente a los cambios y las improvisaciones, por temperamento y por convicción, pero a estas alturas parece incuestionable que el problema catalán no puede dejarse por más tiempo al capricho de los vientos dominantes. La desafección catalana hacia España, trasfondo de la crisis institucional, sólo remitirá si se aplican terapias adecuadas que tomen en cuenta la voluntad general de cambio y de mejora que surge del aquella comunidad. En otras palabras, es voluntarista la tesis de que el sarpullido remitirá por sí solo y, desde luego, sólo se allanarán los caminos de comunicación si se hacen gestos y concesiones por ambas partes.

Sucede, además, que todo esto es urgente. Que septiembre, a dos meses de la fecha fatal de la consulta, puede ser tarde para encarrilar el asunto de forma que no termine despeñándose. Y resultaría, en todo caso, muy peligroso que Mas y Rajoy, con la excusa de que el nuevo Rey debería auspiciar encuentros y coincidencias, cayeran en la tentación de sentarse a esperar lo que el jefe del Estado, con un encaje muy concreto en la carta magna, no está en condiciones de ofrecer.