Alfredo Pérez Rubalcaba, que cumple 63 años este mes de julio, se va definitivamente de la política tras el revés electoral del 25 de mayo y después de encarrilar su sucesión formal en la secretaría general del PSOE. Lleva más de veinte años en la política activa, ha sido ministro con González y con Zapatero y ha dado un permanente ejemplo de sentido del Estado, dedicación al servicio público y honradez personal. Además, existe un generalizado consenso en el reconocimiento de que posee una de las mentes más preclaras de todo el panorama político de las últimas décadas. Personaje cultivado, ha hecho realidad aquella razonable pretensión de Sancho: los que gobiernan ínsulas, por lo menos han de saber gramática. Lo más grave del caso es que se va no engullido por la brillantez pujante de las jóvenes generaciones sino víctima del fracaso general de los partidos, de la desafección política de las muchedumbres, que él mismo puede haber contribuido a sembrar pero no, ni mucho menos, como actor principal. Al contrario: si hubiera habido muchos más profesionales de la política de su calaña, ni la política se hubiera degradado tanto ni la decepción habría sido tan intensa.