Estos días me han llamado judío traidor, además de otros enternecedores insultos. En Facebook. Obviamente, a raíz de mi artículo de la semana pasada, donde hacía una crítica de la visita de Joan Huguet y Cristòfol Soler a Jaume Sastre, con motivo de su huelga de hambre. A falta de mejores argumentos. No puedo, si quiero ser honesto, convertir la anécdota antisemita protagonizada por un conocido personaje del ámbito nacionalista en la categoría definitoria de esta opción política, en la que seguro que sus más inteligentes jefes no estarían dispuestos a ser incluidos. Y no por una cuestión de imagen pública, sino porque no creo que puedan aceptar que una de las más repugnantes muestras de racismo y de intolerancia sea el octavo pasajero de su pensamiento político.

Contra la simplificación en el análisis que casi siempre desemboca en yerro, habrá que diferenciar entre el nacionalismo excluyente y el inclusivo. Siendo el primero aquel que tiene una base étnica y el segundo una base estrictamente cultural. A veces alguna de sus expresiones comparten rasgos de uno y otro, como el nacionalismo vasco. En cambio, el nacionalismo catalán ha sido hasta ahora cultural, basado en la lengua. Pero ambos se construyen a través del artefacto tribal. El individuo está determinado por la tribu, de pasado siempre mítico, que es la protagonista de los llamados derechos colectivos, que están jerárquicamente situados por encima de los individuales. El nacionalismo hace suya una forma de análisis autojustificativo de evidente simplicidad: el mundo está compuesto de nacionalismos que se oponen entre sí. Así, el que no es nacionalista catalán ni vasco es porque es nacionalista español. Así se cierra el círculo tramposo de fidelidades tribales que confiere seguridad al nacionalista, le define al contrincante, le define a sí mismo. Es ésta una pulsión que no es extraña al devenir histórico de los hombres. El hecho de la importancia del individuo y su conciencia personal no ha sido una constante a través de los tiempos. En la Grecia clásica tanto en Atenas como en Esparta primaba también el colectivo de la ciudad por encima del individuo. El cambio comienza con el helenismo, atmósfera en la que brota una religión que cambiará la posición del hombre en el mundo: el cristianismo, que situará la conciencia y la salvación individual como nuevo paradigma humano que cambiará la historia.

El nacionalismo es la reacción romántica a una Ilustración que tenía como frontispicio una razón totalizadora y abstracta capaz de hacer compatibles todos los valores humanos y de resolver cuantas contradicciones sociales pudieran presentarse. Frente a esta razón generalizadora de valores y conductas reaccionó el romanticismo alemán defendiendo la particularidad y la diferencia. Del desarrollo dogmático de la Ilustración y de la revolución francesa se derivó la revolución y la dictadura soviética. Del desarrollo exaltado y enfermizo del romanticismo derivaron los totalitarismos nacionalistas. En ambos, el individuo no es nada y el Estado lo es todo.

El nacionalismo, en Mallorca, como en Cataluña y el País Vasco rechaza cualquier identificación con este ejemplo histórico, pero alguna de sus manifestaciones recuerdan la sujeción del individuo al Estado o a la tribu. En España, el nacionalismo, que es una ideología reaccionaria, en la medida que ha estado ligado a la propiedad de la tierra y a la protección de una burguesía asentada frente a la competencia comercial, ha estado asumido por formaciones políticas conservadoras regionales. En el siglo XIX, al carlismo. Fue la dictadura franquista con el aparato ideológico del nacionalismo español la que, con su estúpida animadversión y persecución a una lengua tan poderosa como el catalán, unida de forma inseparable al propio ser de Cataluña, Balears y País Valencià, dio carta de naturaleza al llamado nacionalismo de izquierdas que es un puro oxímoron.

Una cosa es tener una ideología política y otra ser un fanático. Ser o no ser un fanático tiene que ver, como enseña la etimología, en tener fe, una fe extremada en la verdad de la creencia religiosa o política. En ese caso en la ideología de la que uno se reclama. Pero la democracia es un sistema político que por definición, en su propia sustancia, es incompatible con los fanáticos. Porque es inseparable de la existencia de los partidos políticos, de las diferentes concepciones sobre cómo debe estructurarse la sociedad. La democracia está basada en la idea de que ningún grupo político está en posesión de la verdad, que como tal no existe en política; que todos están en posesión de verdades, de ahí la nominación de partido y la elucidación de quién debe gobernar a través de elecciones. De ahí el rechazo en las sociedades totalitarias a la existencia de los partidos. De ahí también el conflicto entre las democracias y los totalitarismos „nacionalista y comunista„ que impregnó la primera mitad del siglo XX.

En Mallorca, históricamente, el antisemitismo estaba ligado a la iglesia católica y a los feudos donde ésta ha tenido un poder casi omnímodo: en los pueblos del interior. Por eso el nacionalismo mallorquín está entreverado de antisemitismo como, en general, los totalitarismos. Recordemos que los nacional-socialistas alemanes hablaban „no sólo hablaban„ de liberar a la humanidad del judaísmo soviético. Y que Stalin atribuyó la muerte de Zhdánov y Scherbakov a una conspiración de médicos judíos. Aquí el antisemitismo se centró en la marginación social y la exclusión de determinados oficios a los descendientes de los judíos conversos. Y aunque la modernización de las costumbres impuesta por el desarrollo de la industria turística ha convertido los antiguos demonios racistas en antiguallas objeto de investigaciones sociológicas y universitarias, cabe pensar que, aunque agazapados, esperan cualquier oportunidad que se les brinde para lanzar algún zarpazo más o menos chusco. Uno de los integrantes de la comisión que dio cuenta la pasada semana de la finalización de la huelga de hambre de Sastre, profesor de catalán en la universidad, contaba hace algunos años que su padre detectaba la presencia de un chueta por un olor característico, el olor de chueta. Así, con esta presencia, nada tiene de extraño que alguien, escaso de probidad moral y con escasa conciencia de la ausencia de espacio cerrado nacionalista en las redes sociales „es difícil disimular todo el tiempo„, me llame jueu traïdor, aunque sea difícil imaginar cómo puede ser uno traidor a una bandera ajena.