Un diario madrileño ha echado números y le sale que un centenar de los 700 empleados del Tribunal de Cuentas lo alcanzan los familiares de los altos cargos, o bien políticos o sindicalistas, actuales o pasados. Como dicho organismo es el que se encarga de fiscalizar los gastos de la administración pública y como éstos andan como andan, cuesta poco trabajo encontrar la relación de causa a efecto entre quienes nombran a dedo y los que se cuidan muy mucho de no morder la mano que les alimenta. Pero, ¡un momento!, el presidente del Tribunal de Cuentas, Ramón Álvarez de Miranda „cuyo apellido no coincide por casualidad con el de quien presidió las Cortes en la época en que gobernaba la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez„, ha advertido que las sospechas ofenden porque sus empleados alcanzan los puestos de trabajo por oposición, igual que en cualquier otro destino de la función pública.

A quien conozca desde dentro cómo se manejan esos destinos, los argumentos de limpieza derivados del mecanismo del concurso-oposición le darán risa. Y quienes no hayan sido jamás funcionarios ni hayan asistido nunca a ninguna de esa pruebas les bastará con hacer la misma comprobación que la que ahora acusa al Tribunal de Cuentas para sacar resultados muy similares. Pongamos el caso de la universidad. ¿Por qué será que se mantienen las sagas familiares en las cátedras, pongamos, de las facultades de Medicina o Derecho? Eso sucedía ya antes, cuando las oposiciones lo eran de verdad con sus tribunales nombrados por sorteo y con pruebas públicas a las que se presentaban numerosos candidatos. Hoy por hoy, gracias al procedimiento de las acreditaciones, el acceso a las plazas académicas se ha convertido en un verdadero engendro que fomenta y conserva la endogamia más vergonzante. ¿Hace falta alguna prueba? Repásese dónde se doctoraron quienes ocupan hoy titulaciones y cátedras.

Como en buena medida el resultado de ese proceso de nepotismo ha llevado a nuestras universidades a resultar invisibles para el mundo de la ciencia actual, estamos hablando en realidad de organismos tan endogámicos como inútiles que a pocos importan. Pero volvamos al Tribunal de Cuentas, responsable del control de presupuestos gigantescos. Ni siquiera el eufemismo del concurso-oposición parece bastar a los que tienen a gala el controlarlo habida cuenta de que sus consejeros, quienes constituyen su cúpula directiva, son nombrados a propuesta de los partidos políticos con arreglo a su peso parlamentario. El de los partidos, no el de los consejeros, aunque al cabo venga a ser lo mismo. Con el Poder Judicial sucede algo muy parecido: el nepotismo parece no fiarse ni siquiera de los sistemas que le han permitido medrar desde tiempos que escapan ya a la memoria y lleva a cabo los nombramientos más sensibles mediante una fórmula de designación directa que ni siquiera recurre al disimulo. ¿Por qué habría de hacerlo si se lo permitimos, sin rechistar siquiera, los votantes?