César Molinas, en un luminoso artículo, explicó el pasado domingo en La Vanguardia que el mal llamado "problema catalán" es un reflejo del "problema de España". En 1978 surgió el nuevo régimen gracias a la iniciativa de una monarquía innovadora que rechazó, como era natural, su posición originaria que la vinculaba a la dictadura para impulsar una democracia que la fortaleciera al tiempo que servía de soporte a la regeneración de todo el país. Y ahora, la sucesión en el trono „un trono ajado en una España desgastada y sin ideas„ debería consistir de nuevo en una impetuosa propuesta de reforma y de cambio que, con imaginación, desembocase en un nuevo régimen capaz de incluir a todos, de infundir unos principios seductores que arrinconen la corrupción y de renovar un sistema político de forma que la ciudadanía vuelva a sentirse presente e identificada con las instituciones. Porque este afán por las primarias, por las elecciones directas, por eludir al fin y la cabo las sutilezas de las elecciones de segundo grado que caracterizan a los regímenes parlamentarios, no es más que el reflejo de una gran y general desconfianza de la ciudadanía en un sistema y unos políticos que han defraudado todas las expectativas.

Parece de todo punto evidente que este régimen, todavía muy estable como reconoce Molinas, ya no es capaz de responder a los requerimientos sociales. No satisface las solicitudes de diferenciación de las nacionalidades más características; no sirve como genuino y creíble cauce de representación, lo que se traduce en absentismo y desafección; no colma los deseos mayoritarios de una mayor nivelación social; ni siquiera es capaz de responder atinadamente a las legítimas demandas de trabajo y de subsistencia que le plantea la ciudadanía, atónita por una crisis que no se ha sabido capear ni resolver y que ha generado demasiado dolor. De lo que se trata, por tanto, no es de atemperar el malestar, el descontento, la irritación o la decepción sino de reconocer el avejentamiento del modelo y de acometer una revisión integral, valiente, aprovechando lo mucho que todavía tiene de excelencia y reconstruyendo con realismo aquellos elementos que no han soportado bien el paso del tiempo, que son bastantes.

El nuevo Rey puede actuar con catalizador del cambio, y así ha quedado establecido en el discurso de proclamación, pero nadie debe esperar que desborde su papel constitucional: la renovación en la jefatura del Estado tiene que introducir en el proceso político el fermento que estimule a la clase política, no otra cosa. Deben ser, en términos de Molinas, las "elites de referencia" las que, persuadidas de que no hay otro camino practicable, auspicien un "emprendimiento político" que vaya en la dirección adecuada. No es difícil de ver que este país ha perdido la frescura originaria que le permitió el despegue y le mantuvo durante lustros en una posición creativa y encumbrada. Y si realmente tiene lugar en los partidos un rejuvenecimiento generacional „en el PSOE ya se está produciendo„, resultará inevitable que aparezca en el campo de la política una llamada a la renovación. Que provocará resistencias pero que debe ser asumida por una significante mayoría, ya que, de otro modo, los propios intereses de los mejor instalados que se oponen al cambio también se derrumbarán en medio del estrépito de la general e inevitable convulsión.