Cuando mataron a Ignacio Ellacuría y compañeros en el campus de la Universidad de El Salvador, la opinión general era que todo se había acabado: nadie estaba preparado para sustituir a un grupo tan excelente de gente al frente de una institución rebosante de problemas y cuando todavía la guerra civil asolaba aquel pequeño país centroamericano. Meses más tarde, tuve ocasión de entrevistar al presidente del país, un tal Alfredo Cristiani, líder indiscutible del grupo ideológico que había apoyado la acción militar. Al final de la conversación, que conseguí trascurriera como un amable intercambio entre adversarios y cuando ya nos levantábamos, le pregunté de sopetón: "¿Sabía usted algo sobre la matanza de los jesuitas en la universidad?". Quedó paralizado y su ayudante se lanzó sobre mí arguyendo que acababa de romper las condiciones del encuentro, porque habíamos pactado que esta cuestión jamás sería abordada. Pero Cristiani tuvo capacidad de reacción y cogiéndome por un brazo me susurró al oído derecho: "Padresito, en ocasiones hay que hacer de la necesidad virtud", y sonriendo, marchó. Quedé solo en la salita de presidencia, y al cabo un coche oficial con escolta me devolvió a mi despacho universitario. La entrevista nunca vio la luz porque los contactos de alta política sobrepasaron mi atrevimiento. Pero la guardo en un sobre y en su correspondiente cinta: un pequeño tesoro nostálgico. Seguramente, jamás verá la luz.

¿Y saben lo más tremendo de aquel tristísimo suceso que tanto me enseñó sobre las pasiones humanas? Pues se lo cuento: la necesidad de eliminar a mis compañeros para que desapareciera el potente "material ideológico revolucionario", acabó por poner sobre el tapete de la opinión pública internacional la situación salvadoreña€ y en breve tiempo comenzaron las conversaciones de México y al cabo de un año, amaneció una paz que poco antes parecía imposible. En definitiva, lo mismo sucedió con Monseñor Romero y poco antes con el precursor de todos, el también jesuita Rutilio Grande, cuyo cadáver baleado provocó la conversión humana y creyente del arzobispo. Una sucesión de "necesidades estratégicas" para conseguir determinados fines, acabó por transmutarse en virtud sólida y perfecta, hasta el punto de que las recientes elecciones legislativas las ha ganado, por segunda vez, un representante del grupo político que representa, ahora, a los antiguos revolucionarios. Cristiani seguramente medita sobre el dato, si es que todavía vive, instalado en su relación amigable con los comandos yanquis de Miami, por sugerencia de ese personaje nefasto que se llama Kissinger.

Muchas veces sucede lo mismo, naturalmente que sin tanto dramatismo: la necesidad estratégica o política o legislativa o la que sea, impone determinada solución, pero esa solución, que cuesta sangre física o moral, se convierte al cabo en promesa de lo que se quería evitar. Tengo la seguridad de que los españoles aceptaremos el advenimiento de Felipe VI como una imperiosa necesidad, pero también de que al cabo de un tiempo, desconozco cuánto, esta medida acabará en un referéndum sobre el tipo de estado que preferimos, si monarquía o república. Entonces, seguramente vencerá la tesis republicana. Y se dará el caso de que, en esta hipótesis, el monarca de turno quedará como un señor y los republicanos serán aplaudidos por su contención. Habrá sido un proceso gestado desde una necesidad que, desde ella misma, se habrá convertido en virtud.

La más estricta lógica me enseña desde siempre, que la democracia no casa bien con un régimen monárquico, pero también compruebo que muchos países monárquicos son perfectas democracias de facto. Desconocerlo es un gravísimo error. Y dada la idiosincrasia española y nuestro pasado todavía no lejano, mejor será hacerles caso a tales países y hacer de la necesidad histórica virtud política. De tal forma que, parlamentariamente y en su momento, con todos los grupos políticos aquietados, una votación popular ponga las cosas en su sitio de la manera más pacifica deseable. No lo duden, la transición de un lugar a otro llegará, porque tiene una lógica irrefutable. Pero llegará virtuosamente.

Siempre recuerdo la cínica sonrisa de Cristiani en su despacho, y la seguridad de que la historia estaría determinada por el asesinato controlado desde su ámbito. Lo que jamás fue capaz de imaginarse es que su incontrolable necesidad, poquito a poco y constitucionalmente, terminaría poniéndole en su sitio. Además de la necesidad y de la virtud, está otro tercer factor: la justicia histórica.