Fue en el verano de 2012, cuando las bajas presiones se agolparon en el Mediterráneo. Hacía un calor espeso y agobiante que auguraba para el otoño una gota fría de consecuencias imprevisibles. Las borrascas llegaban del Atlántico, descargaban con furia y se marchaban anunciando otra tormenta aún peor. Los más pesimistas pronosticaban el final del euro, la quiebra de España y de los demás países periféricos. La prima de riesgo aumentaba día a día, el grifo del crédito estaba cerrado y el corazón de Europa amenazaba con arder. Los epicentros de la crisis se situaban en Madrid y en Roma, con París vigilando desde la lejanía el posible contagio del miedo. Merkel exigía ajustes y el mercado pedía que se interviniera de inmediato a los parias de la eurozona. Rajoy y Monti resistían como podían, a la espera de que ningún cisne negro „como había sucedido con Lehman Brothers años antes„ provocara un cortocircuito en el sistema. La segunda recesión había llegado para ahondar aún más las grietas de la sociedad: las empresas suspendían pagos, el empleo y los salarios disminuían, los impuestos „no uno ni dos, sino la mayoría„ evolucionaban al alza y el IBEX-35 se sumergía en una fosa abisal. El Apocalipsis del rescate era cuestión de días. Se rumoreaba ya acerca de un protectorado alemán, de la dictadura de los hombres de negro, de una ruptura de la moneda única, de la expulsión de la eurozona. Sí, las tormentas se sucedían en aquel verano o, si prefieren, eran los incendios los que se propagaban en cualquier dirección. En el horizonte se oteaba un suicidio colectivo del proyecto de Europa, algo así como un seppuku oriental debido al sonambulismo y a la estupidez de los políticos. Fue entonces, el 26 de julio de 2012, cuando habló Mario Draghi „"El BCE hará todo lo necesario para preservar el euro", dijo, "y, creánme, será suficiente"„ y no precisó ninguna salva adicional para rescatar a la moneda única. Le bastó la autoridad y el prestigio del Banco Central, además de la amenaza de emplear su imponente arsenal. Al día siguiente, aunque tímidamente, el sol volvió a salir. Draghi había salvado a Europa, igual que Bernanke lo había hecho antes con los EE.UU. El Apocalipsis podía esperar.

Dos años después, la crisis de la Unión se manifiesta con inéditas variantes. Al desempleo crónico le acompañan la desafección política, las tensiones regionales, el escepticismo europeo y las corrientes xenófobas. En España, abdica el Rey en un gesto de aggiornamento. Aggiornamento, modernización, apertura: palabras clave no sólo en España sino en el conjunto del continente. Apunten el nombre de Matteo Renzi, campeón de las reformas en Italia. Florentino, joven y ambicioso, Renzi representa la apuesta por el cambio de las nuevas generaciones frente al inmovilismo berlusconiano de las últimas décadas. Más al norte, en la ortodoxa Frankfurt, reaparece otro italiano: Mario Draghi. Los temores ya no se centran en la supervivencia del euro, sino en una recuperación anémica que abre el camino al demonio de la deflación. Draghi habló de nuevo el jueves, esta vez con acentos bernankianos: reducción de diez puntos básicos del tipo de interés, penalización de los tipos de interés depositados en el propio BCE y línea abierta de crédito a los bancos. Pero, sobre todo, y de nuevo, sus palabras: "¿Hemos acabado? La respuesta es no". En román paladino, el Banco Central hará lo necesario „"y, créanme, será suficiente"„ para activar el crédito y la economía. La Europa de Merkel se mueve en clave italiana. También ahora, el Apocalipsis debe esperar.

Las lecciones de estos últimos años son prolíficas. En primer lugar, la solidez, a pesar de todo, de las instituciones demo-liberales. En segundo, la necesidad de imponer un ritmo reformista más acelerado que favorezca el crecimiento y las oportunidades. En tercero, la importancia ineludible de la interconexión global frente a la tentación del aislamiento. En cuarto, el papel creciente de una nueva generación de europeos que, poco a poco, va asumiendo protagonismo. Finalmente, constatar el descalabro de los vendedores de catástrofes, empeñados en deconstruir la experiencia compartida de estas últimas décadas. Europa se mueve decidida en contra de su suicidio. Y, créanme, será suficiente.