Formentera es conocida como "el último paraíso del Mediterráneo". La pitiüsa menor es una joya de playas casi vírgenes, aguas cristalinas de un color inigualable y sargantanas que recorren caminos y arenales. Además del paisaje natural, sin duda uno de los encantos de la isla es que ha sabido mantener su espíritu marinero y tranquilo. Se han construido hoteles y apartamentos, claro que sí. Y se ofrecen los mismos servicios que en otros destinos turísticos. Pero, en la inmensa mayoría de casos, las nuevas edificaciones se parecen tanto a las tradicionales que apenas alteran la fisonomía del lugar. Formentera sigue manteniendo la magia de sus pequeñas iglesias blancas, o los faros de La Mola o Barbaria. Tal vez por eso puede venderse al mundo como uno de los pocos reductos de tranquilidad para quienes desean olvidar el estrés y las preocupaciones. Cuando una llega a La Savina le invade la agradable sensación de que nada puede perturbar una estancia en uno de los lugares que más deben de parecerse al edén.

Sin duda una de sus playas más populares es la de ses Illetes, al norte. El Mediterráneo es interrumpido por un fino brazo de tierra flanqueado por dos blancos arenales que seguro conforma una de las estampas más fotografiadas de la isla. Muchos se dirigen allí intentando encontrar una zona poco concurrida donde disfrutar de la naturaleza y el silencio. De pronto, una música estruendosa saca a los visitantes del remanso de paz y los devuelve a la realidad de un bullicio que recuerda a las aglomeraciones. Se acerca una de las denominadas party boats: barcas que celebran fiestas a bordo llenas de gente. Casi al instante, llega la segunda. Música a todo volumen, alcohol y gritos son los denominadores comunes de quienes acuden a las aguas formenterenses con el objetivo de estar de fiesta. ¿Y qué habrá de malo en querer divertirse? ¿Acaso no tienen los de a bordo los mismos derechos que los que están en la playa?

El filósofo francés Pascal Brukner asimila el individualismo infantil a la "utopía de la renuncia a la renuncia". Cree que muchos seres humanos viven según el único lema de ser lo que son, sin traba alguna a la propia subjetividad. ¿Para qué resistir inclinación alguna si el deseo de cada uno es soberano? Creen entonces que tienen derecho a todo sin contrapartida. Algo así como un "me lo merezco" que los convierte en seres impacientes por ser felices rechazando cualquier norma, negando cualquier deber y, sobre todo, disponiendo de un crédito infinito sobre sus contemporáneos. En este caso, los que pretenden simplemente estar tranquilos en una playa.

Dejando al margen los impactos medioambientales de las party boats en un paraje como Formentera (que seguro que los habrá al margen de la evidente contaminación acústica, pero que una desconoce) merece la pena hablar de civilización y de respeto. Porque el derecho a divertirse no es infinito e ilimitado. No se puede pretender anteponerlo a todo y a todos simplemente por pagar por ello. Porque deje dinero. No todo vale. Por supuesto que todos tienen derecho a estar en las aguas de Formentera, pero sin molestar. El respeto tiene que ser recíproco. Y una sospecha que en este caso los que quieren simplemente descansar en silencio están en cierta desventaja. Así que, aunque compartan espacio, los que hacen ruido y los que se ven obligados a soportarlo no se equivalen.

Tal y como están las cosas, una temporada más, las party boats pondrán la banda sonora a las tardes de quienes elijan la pitiüsa menor como destino vacacional. Habrá de todo, pero es de temer que los que lo han hecho se decantan por la tranquilidad. Si no, seguramente habrían optado por la vecina y animada Eivissa, donde los pasajeros de las marchosas barcas tienen un enorme abanico de posibilidades para dar rienda suelta a sus ganas de fiesta, mojitos y música a todo volumen. Seguramente por eso, el Consell de Formentera lleva desde el verano pasado pidiendo que se regulen y se alejen de sus aguas. Reuniones con sus homólogos ibicencos y con el Govern balear no han servido para ponerles coto. Y es que no está claro de quién es la competencia de restringir, si así se considera necesario, la navegación de estas discotecas flotantes. ¿Madrid, Palma, Eivissa o Formentera? El caso es que las cuatro administraciones no son capaces de ofrecer una solución. Así que a los que en la isla viven del turismo de una cierta calidad que busca sosiego, que son casi todos, sólo les queda rezar para que el año que viene no encuentren la quietud en otros rincones. Por suerte, Formentera no tiene parangón. Sólo es necesario saber conservarla como último paraíso del Mediterráneo.