Una de las cosas más preocupantes que ocurren entre nosotros es que casi nadie parece darse cuenta de las enormes falacias conceptuales que circulan y se aceptan sin ninguna clase de rechazo. "Una monarquía no es democrática", dice alguien que acaba de ser elegido en unas elecciones libres realizadas bajo esa misma monarquía, y el periodista que entrevista a ese personaje no se atreve a cuestionar esa frase que constituye una portentosa falsificación de la realidad. "Lo que no está en la Constitución no existe", dice un jurista que también es crítico de cine, y nadie parece sorprenderse por esta barbaridad que parece surgir de la mente de un emperador chino que no ha salido nunca de la Ciudad Prohibida. La Constitución es un documento escrito, no un manual de Historia Natural ni un Atlas de la Naturaleza. Pero estas cosas se dicen con toda naturalidad, y lo que es más grave, nadie parece avergonzarse de decirlas, sino más bien todo lo contrario.

Y a veces los engaños son tan flagrantes que adquieren la categoría de escandalosos. Un diputado de IU, por ejemplo, ha dicho tan pancho en un montón de entrevistas que hoy en día "se puede constatar que no existe la democracia en España" porque "la gente no tiene vivienda, ni tiene acceso a la sanidad ni a la educación ni al empleo". Hombre, que yo sepa la sanidad y la educación siguen siendo públicas y gratuitas -por cuánto tiempo, eso es lo que no sabemos-, de modo que esta frase es un fraude morrocotudo, aunque sea muy cierto que mucha gente no tiene acceso a la vivienda o al empleo. De todos modos no tengo muy claro que una democracia tenga que darle un empleo y una vivienda a todo el mundo (otra cosa es que haga lo posible para que la población pueda estar en condiciones de obtener estas cosas). Pero exigir a una democracia que se convierta en una especie de benefactor de toda la población, o incluso en una especie de filántropo que va regalando una casa y un empleo, es volver a los tiempos más negros del caciquismo, cuando los señores se dedicaban a repartir duros de plata entre sus electores, con el consejo adicional de que no se lo gastaran "en vino", o colocaban a todos sus recomendados en algún organismo público que no servía para nada pero daba "un buen pasar" a toda esa gente.

Lo digo porque las personas que dicen estas cosas no son gente ignorante que habla desde la desesperación y la angustia por lo mal que lo está pasando, sino universitarios que se supone tienen una buena formación y que además forman parte de las élites de este país. Y lo peor del caso es que esta clase de ecuaciones engañosas y de falacias conceptuales se van extendiendo por todas partes, a un lado y a otro, a derecha e izquierda, o entre nacionalistas centralistas y nacionalistas centrífugos. Si se pone en huelga de hambre un señor que se ha dedicado a insultar y a desprestigiar a muchísima gente con argumentos racistas y con embustes intelectuales que harían rabiar de orgullo al señor Le Pen (y a su hija), aquí lo consideramos una especie de héroe nacional y de mártir ante el que cientos de personas se arrodillan como si fuera un santo capaz de obrar milagros. Y nadie parece acordarse de lo que ese hombre ha hecho y ha dicho, ni de las barbaridades que ha soltado contra jueces, contra escritores o contra inmigrantes, ni de los insultos racistas que ha vertido durante sus muchos años de actividad que a él le parecía "intelectual" pero que sólo era una patética exhibición de prejuicios.

Y repito que lo peor de todo no es que se digan estas cosas, sino que nadie parezca reparar en ellas y esté dispuesto a contradecirlas o a señalar su falsedad o su inexactitud manifiesta. En cierta forma nos hemos vuelto muy crédulos y muy supersticiosos, y aceptamos lo primero que nos dicen sin verificarlo o sin siquiera reflexionar un segundo para ponerlo a prueba. Y así nos cuelan una detrás de otra toda clase de mistificaciones y de inexactitudes que hacemos pasar por verdaderas, cuando hasta un niño debería darse cuenta de que no lo son.