La abdicación del rey Juan Carlos (y los preparativos para proclamar a Felipe VI) se presentan, desde medios oficiales y oficiosos (causaba cierto bochorno la coincidencia de portadas en la llamada "prensa de información general"), bajo el prisma de una decisión "meditada" y que responde a motivos de "recambio generacional". Pero, conforme pasan los días, más llamativas se hacen las grietas que se trataban de disimular con el anuncio.

El entorno de Zarzuela, por ejemplo, no ha tenido reparos en reconocer (según la radio pública catalana) que uno de los motivos que han acelerado la abdicación ha sido el referéndum independentista de Cataluña de noviembre. Y donde se ha visto (a partir del enojo de Rajoy) que uno de los actores que forjó el consenso constitucional de 1978 (Convergència i Unió) ya no está en el mismo lugar, a la hora de apoyar la sucesión monárquica.

No solo eso: ha aflorado la debilidad específica del PSOE, cuyo jefe dimisionario se ha empleado a fondo para sofocar "brotes republicanos", que piden someter la institución monárquica a referéndum (ante la mella electoral que empiezan a ejercer IU y, sobre todo, Podemos, de cara al futuro inmediato de los socialistas).

Finalmente, cunde una lectura desenfocada de la situación, en el sentido de que Felipe VI debería impulsar una reforma constitucional cuando, como señala Rajoy (atención a la presión que recibirá, una vez proclamado el nuevo rey y el PSOE elija a un líder "federal-monárquico"), la disparidad de objetivos entre partidos que deberían pactarla es abismal. Parece, en todo caso, que ha caído sobre el país aquella famosa maldición china: "Ojalá vivas tiempos interesantes".