Esta semana Mariano Rajoy proclamaba solemnemente que el príncipe Felipe cuenta con el apoyo de una amplia mayoría de españoles. Pero hay que preguntarse: ¿quién se lo ha dicho? ¿cómo lo sabe? Es cierto que en los años previos a la crisis que ha rodeado a la Monarquía, el príncipe solía recorrer el solar patrio acompañado de su esposa, y es cierto también que recibió muestras del cariño de la gente. Pero como ocurre a menudo en las explosiones emotivas de la plebe quizá haya que tomarlas con cautela porque pueden ser sólo un espejismo. Por ahora el único barómetro para medir nuestro afecto se limita a algunas imágenes televisivas y a los reportajes de las revistas del corazón. Dado que ambas fuentes pasan por un severo control de censura, me parece prematuro echar las campanas al vuelo. A día de hoy nadie puede asegurar que el príncipe Felipe cuente con el apoyo popular. Los latinos somos demasiado ardientes, volubles, y muchos de los que han salido a la calle a vitorear al futuro rey habrían hecho lo mismo con Miguel Bosé o Cristiano Ronaldo. Pero eso no significa que queramos tenerlos en el trono de España, aunque quizá Bosé lo haría igual o mejor que nadie. En una época tan delicada para el país sería bueno, por tanto, separar lo mediático de lo político, el espontáneo calor de la calle, en un día de fiesta, de la realidad más honda de la mayoría y de su verdadero peso constitucional.

Cuando el rey Juan Carlos ascendió al trono, sólo contaba con el cariño de unos pocos españoles, bastantes menos que los que hoy apoyan a su hijo. Pero supo ganárselo en las horas difíciles hasta que al final ha terminado por perderlo. Durante la mayor parte de su reinado muchos le apreciamos más que al principio; pero en vísperas de su abdicación la mayoría estaba cansada de él, y no por nuestros errores sino por los suyos. A cada día que se perpetuaba en el trono, su hijo tenía menos posibilidades de reinar, y alguien les dio un gran consejo. De momento la monarquía se ha salvado. Pero no va a ser fácil darle la razón a Rajoy. En la última época el descontento de los españoles se había cebado en varios miembros de la familia real. El hecho de que el príncipe se haya librado de la quema obedece a varios factores, entre ellos alguna virtud que circula por sus venas y a la realidad inapelable de que los borbones, en el fondo, son unos tipos con suerte.

Algún romántico dirá que Juan Carlos I llegó providencialmente para salvar a España, pero a Felipe VI le va a tocar una tarea igual de difícil e ingrata: salvar el honor de la Monarquía. Dado que un país es mucho más que una familia, no sé si los españoles merecen esto, si de verdad quieren o necesitan que esta tarea casi heroica del príncipe se mezcle imperativamente con nuestro destino. Habría que preguntarles, ¿no?