La inmediata proclamación de Felipe VI, prevista para mediados de este mes, ha reabierto el debate sobre el futuro de la monarquía española. Supongo que era inevitable ya que la narrativa de la desconfianza ha ido ganando presencia en la calle. Como una especie de indigesto totum revolutum, se confunden el enquistamiento de los privilegios de unos pocos con la desafección autonómica, el airado malestar de los ciudadanos con la utopía de un mundo perfecto. La cuestión republicana asoma en esa ecuación como pretendido criterio democrático „no habría democracia sin república„ o, incluso, de justicia y de equidad. El nuevo rey, de este modo, debería someterse a una legitimación por las urnas, entrando a formar parte de la contienda política con sus artimañas de salón. De la sociedad fluida a la monarquía líquida e inestable, sujeta al humor de cada generación, la Corona perdería así su condición fundamental de símbolo, ese apriorismo moderador que conjuga la concordia con la permanencia histórica.

Por supuesto, un hipotético plebiscito popular no es algo que podamos descartar, seguramente por la vía indirecta de una reforma constitucional en la próxima legislatura. Detrás del relevo en la jefatura del Estado se avizora el encaje territorial y el aggiornamento de las instituciones. O lo que es lo mismo, una segunda transición „en minúscula„, por contraste con la gran Transición „en mayúscula„ que supuso el paso de la dictadura a la democracia, de un régimen autoritario a otro definido por las libertades. Una política de gestos, el peso del marco europeo y la enrevesada telaraña parlamentaria que podría surgir de las generales de 2015 sugieren esta posibilidad. La gran incógnita es el PSOE, tras el terremoto interno que han supuesto las europeas y el difícil proceso de sustitución de Alfredo Pérez Rubalcaba. Con un PSOE al parecer camino de la irrelevancia, España necesita una socialdemocracia moderna e inteligente que continúe inspirando la estabilidad y el progreso. Un debate mucho más urgente que el de la monarquía y la república atraviesa el meridiano de los grandes partidos. Sólo el reformismo sensato, unido a la transparencia y a una mejor selección de sus elites, permitirá encauzar el sentir popular. El gesto del Rey apunta en esa línea: una nueva generación para un país que está cambiando, no sabemos si de forma coyuntural „las espumas suben y bajan„ o estructural.

Pero, insisto, el debate república/monarquía es completamente secundario ante la encrucijada que afronta nuestro país. Hay buenas repúblicas como hay buenas monarquías. No es esa la cuestión, aunque algunos pretendan imponer el maximalismo maniqueo. Los problemas de España son otros y tienen que ver con las herencias clientelares, el cortoplacismo sociológico del poder, las retóricas de la confrontación y los espesos laberintos burocráticos. Se trata de dificultades que compartimos con la mayoría de países de nuestro entorno y que se han visto agravadas por los procesos de transformación tecnológica, las exigencias competitivas de la globalización, la preocupante demografía europea y la cultura del endeudamiento frívolo. Uno nunca dejará de recordar ese libro fundamental, La gran derrota, del historiador francés Marc Bloch, que apela a la necesidad pública de la inteligencia. No es tiempo de rupturismos ni de debates estériles, no es tiempo de soluciones apresuradas ni de promesas utópicas. Más bien es la hora del realismo, el consenso y la sensatez.