En los albores del siglo XXI, parece poco cuestionable que la racionalidad democrática conduce inevitablemente a la preferencia intelectual hacia la república frente a la monarquía. En una sociedad igualitaria, es inconcebible que alguien obtenga por razón de nacimiento el privilegio de una predestinación tan llamativa como es la herencia dinástica. Sin embargo, no todo en el ser humano es racional: existe en cada uno de nosotros un gran universo subjetivo y simbólico basado en sentimientos que son difícilmente reducibles a unas dimensiones cartesianas. En ese universo transitan, por ejemplo, las identidades.

Algunos pensamos, como ha hecho por ejemplo Luis Garicano en un hermoso artículo colgado en su blog de Fedea „"La monarquía: un dique contra la entropía"„, que la monarquía ha sido en este país el engrudo y el símbolo efectivo de una unión imperfecta llamada España, que ha dado lugar a una apasionante aventura democrática que deberíamos preservar.

Sostiene Garicano que, en contra de la pretensión de hacer coincidir las identidades nacionales con las fronteras, los proyectos europeo de 1951 y español de 1978 son todo lo contrario: "Se trata (o se trataba) de de dejar a un lado los proyectos identitarios, construidos a partir de identidades exclusivas y emocionales, el orgullo de ser castellano o la historia única de los andaluces o la identidad histórica de los asturianos o catalanes o vascos, y ser, simplemente, ciudadanos „partícipes en una serie de derechos y obligaciones comunes, en un área de libertad individual y de libre comercio y circulación, española y europea"„.

En efecto, bajo los auspicios de la Corona, que fue la inspiradora de aquella aventura de convivencia, se amortiguaron las identidades más fuertes, incluidas las nacionalistas de la periferia, y se adoptaron las más creativas y solidarias, que por definición no son excluyentes, hasta dar lugar a un proyecto común, basado en un tácito "patriotismo constitucional", que nos ha brindado paz, cultura, desarrollo, prosperidad y presencia en el concierto de las naciones. Hoy, este proyecto se tambalea, y algunos pensamos que vale la pena defenderlo, mejorándolo, en lugar de arrumbarlo para erigir otro de características todavía desconocidas.

La disyuntiva entre monarquía y república ya no es dramática como lo fue en el pasado. Como se ha dicho en estos días, quien quiera cambiar de modelo y esté dispuesto a trabajar por ello, que abogue por una simple reforma de la Constitución. Sin embargo, ni el progresismo ni la integridad democrática pueden regirse por este baremo simplificador ya que hay monarquías excelentes, como la noruega, y repúblicas abominables, como la de Corea del Norte. Y no está claro qué España proponen quienes ahora, sin duda con la mejor buena fe, nos sugieren la conveniencia de cambiar de modelo de Estado. Desde luego, para el nacionalismo identitario, la institución monárquica es un corsé; para los restantes proponentes, los móviles deben ser diversos. En cualquier caso, conviene contemplar esta disyuntiva „y en general el panorama de la política española„ desde cierta altura y con mayor perspectiva: el escándalo Urdangarin, que es gravísimo, no lo es más que el caso de corrupción protagonizado por el expresidente de Israel, Ehud Olmert, condenado a seis años de prisión por soborno€ No es tampoco la forma de Estado la que determina la corrupción.