El color del dinero es de un gris aparentemente neutro. Navega en las profundidades del sistema que él mismo ha conseguido organizar, pero de pronto cobra un color enrojecido de sangre y fuego: los ciudadanos, hartos ellos y ellas, le han soltado un bofetón histórico, y el dinero se resiente atemorizado e interrogante ante un futuro incierto. Pero se calla. Nunca grita, aunque las bolsas bajen y se estremezcan y nos asusten a todos porque este maldito dinero es necesario para que nuestras vidas permanezcan en su sitio, sobre todo las vidas de quienes vivimos bien o muy bien. Otra cosa son las vidas de los que sobreviven a duras penas, desempleados y marginados, ese veinte por ciento que, según los expertos en demografía, sobra para que los demás resistamos sin desesperadas inquietudes. Un poquito preocupados, sí, pero nada más. En fin que el dinero, tal vez un tanto enrojecido, nos obliga a reflexionar un tanto sobre las alternativas existenciales, pero no a todos por igual. Es evidente.

En mi artículo anterior, comentaba, antes de las elecciones europeas, que han sucedido de verdad, la intuición que me dominaba sobre un fracaso electoral en cantidad y calidad. Pues bien, cuanto llevo escrito sobre "el color del dinero" tiene que ver con los resultados conseguidos en las urnas. De pronto, casi todos los países de la UE, un tanto comatosa en este momento, oscilan desde un polo pretérito de esperanza a un segundo polo de un desconcierto apabullante, tal y como titulo estas letras. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué va a pasar con la deuda? ¿A dónde irá a parar la recuperación económica, puesto que estos mismos días el FMI nos recomendaba nuevos ajustes, entre ellos bajada de salarios? Pero es que para colmo y en nuestro país, Barcelona en concreto, aparecen más de cuarenta focos de corte anarquista, casi incontenibles y que ponen contra las cuerdas a la policía desacostumbrada a algaradas tan bien organizadas y de infinita rotundidad. Y estos detalles, aparentemente tan callejeros, se incrustan en el dinero porque lo conmueven ante tal brote de inseguridad: la inseguridad produce fantasmas, y el dibujo de los paraísos fiscales aparece en el horizonte del capital para desgracia de los trabajadores. Dinero y violencia se unen a los resultados de las urnas para poner en peligro la mismísima democracia, que no supo autogobernarse en favor del bien común. La pescadilla que se muerde la cola.

Dinamarca campea por su cuenta. Grecia es una embarcación en manos de los radicales, exactamente que la clásica Francia, nada menos que convertida en una covacha de xenófobos y ultranacionalistas. Mientras el Reino Unido nos sigue jugando sucio mediante el chantaje de un espíritu imperial ya caducado, con ese Cameron ambulatorio de clínica escocesa en clínica irlandesa. Italia, para colmo de sorpresas, parece escapar del abismo, si bien sus ciudadanos no dejen de admirar al aparecido de turno, Berlusconi ya olvidado€ más o menos. Alemania, por su parte, contempla el conjunto y reflexiona sobre lo que será mejor para sus intereses económicos, porque sería la primera en acusar un maremoto global: las grandes seguridades siempre son quebradizas. Bélgica intenta situarse, exactamente igual que los demás paisitos menudos pero inmensamente ricos y estables.

Nosotros, en fin, estamos abocados a una determinación radical: o llegamos a un pacto de PP y PSOE para apuntalar el sistema democrático, por demacrado que esté, o comenzamos a caminar por el tortuoso camino de las improvisaciones, seguramente llenas de buenas intenciones pero sin lugar a dudas inquietantes para gobernarnos en un mundo tan interconectado como el nuestro. Podemos es un serísimo aviso, piensa uno, pero en sus manos está jugar la carta del sentido común o echarse al monte. Todo está convulso. Y uno recuerda que la caja de los truenos la abrieron los banqueros norteamericanos cuando mintieron al mundo entero y provocaron el crack jamás anunciado por nadie. Dinero sucio y violencia a punto de saltar. Los inmigrantes perseguidos como culpables. El dinero salvándose y el trabajo con el agua al cuello. Da pena escribirlo pero es así: estamos dando a luz un posible desastre mientras perdemos nuestro tiempo en algarabías de cifras trucadas desde las cúpulas. Que siempre ganan.

Así las cosas, resulta que sor Lucía Caram, una monja dominica argentina instalada en Cataluña, lanza palabras airadas en el completamente lleno Club de Diario de Mallorca, y levanta aplausos clamorosos de un público entregado a sus mensajes electrónicos. Creo recordar que desconocía a todas las personas que llenaban el recinto, lo que demuestra la fuerza portentosa de Twitter y demás posibilidades tecnológicas. Gente de clases medias solicitadas por una sencilla mujer que pregonaba el contenido evangélico con un descaro sorprendente, que en un primer momento hasta me encandiló. Pero al cabo me obligaba a preguntarme, tras la demolición de casi todo lo eclesial institucional, cómo llenaría tantísimo vacío, cómo conseguiríamos construir algo sostenible tras tanta crítica demoledora. Una pregunta típicamente conservadora, puede que sí, pero aplicable a todo: a la Iglesia, a España, a Europa y hasta a la comunidad internacional. Porque es cierto que el evangelio y el mismo Jesucristo son revolucionarios, pero las revoluciones trascendentes, para que alcancen la inmanencia, no pueden basarse en la ira sino en la fraternidad€ que al final la misma Lucía pregonaba y postulaba. Un auténtico bucle del que también hay que tomar buena nota, si bien con calma y sensatez.

La sociedad goza de un desconcierto apabullante: ya era hora de que una falsa seguridad explotara por los aires. Pero ahora nos ha llegado la hora de la reconstrucción, no necesariamente con las mismas piedras pero con algunas, las que mejor nos parezcan. Es el momento de la "revolución inteligente", de los pactos sacrificados, de convertir la indignación en democracia. Es el momento de los "hombres de estado" y no solamente de los "hombres del dinero". En fin.