Existe una gran y justificada indignación social, suscitada por un cúmulo de factores bien conocidos: pésima gestión de la crisis económica por los partidos hegemónicos, utilización de recursos públicos a mansalva para rescatar bancos y dramática escasez de medios para rescatar personas, falta de sensibilidad en la regulación del crédito hipotecario, corrupción política hasta niveles nauseabundos, etc. Y esa indignación no encuentra comprensión ni mucho menos respuestas en el interior del sistema establecido: la campaña electoral del 25M, en la que se debió haber hablado de Europa con el objetivo de establecer una política de calidad en el ámbito de la gran federación en ciernes, ha sido un desastroso ejemplo de chabacanería, falta de ideas y reducción de la política al desecho escatológico a que ya estamos acostumbrados.

Así las cosas, no es extraño que los resultados electorales hayan dado un toque de aviso a las formaciones causantes por acción u omisión de este paisaje. Con la particularidad de que empiezan a descollar grupos políticos que, con toda claridad, ya no postulan el método de la reforma para mejorar el statu quo sino el de la ruptura para implementar un sistema nuevo, basado apenas en los grandes principios democráticos y dispuesto a explorar vías heterodoxas.

Tampoco puede por tanto sorprender a nadie que, en este clima de exasperación y novedad „esas formaciones recién surgidas de las urnas están estrenando legitimidad para desesperación del establishment„, el anuncio de la abdicación del Rey haya provocado una clamorosa demanda de un referéndum para contrastar en las urnas la forma de Estado. Los escándalos del monarca, sobrepuestos al caso Urdangarin, han sido caldo de cultivo de una hostilidad comprensible que la simple abdicación no mitigará y que, lamentablemente, el sucesor heredará, siquiera en parte.

En democracia, el país, la soberanía, está en manos del cuerpo electoral, pero este régimen no es un sistema de convivencia rudimentario sino un depurado modelo constitucional, absolutamente legítimo en origen y ejercicio, que hasta ahora ha ido resolviendo a satisfacción de la mayoría los problemas que se han suscitado en estos treinta años largos de democracia. Se puede empezar de nuevo, ciertamente, pero hay razones de mucho peso que recomiendan que la reforma, inaplazable, se haga desde dentro, con la energía y el alcance suficientes, pero sin aceptar el riesgo del salto en el vacío.

Poner en jaque la forma de Estado tiene un alto valor simbólico, y más en un país como España en que la segunda república representó el único contacto de la nación con la democracia moderna antes del proceso constituyente de 1978. Pero cuestionar la monarquía, cuando forma parte del corpus jurídico político constitucional, supone emprender una aventura incierta que ningún país con nuestros niveles de cultura, riqueza y bienestar „a pesar de todo„ emprendería.

Siempre es más seguro „y más civilizado„ reformar las constituciones democráticas que volarlas para erigir sobre sus cenizas otras nuevas. Y en lo tocante al dilema monarquía-república, no deberíamos simplificar la cuestión: hay monarquías admirables como la noruega y repúblicas abominables como la de Corea del Norte. Y tampoco tiene sentido argumentar que la cuestión debe ser dirimida en referéndum porque gran parte de la población actual no votó por edad en 1978. Aceptar esta tesis sería descartar, por ejemplo, la Constitución norteamericana, que ha cumplido dos centurias, o dudar de todas las venerables constituciones europeas que se actualizaron tras la Segunda Guerra Mundial.